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¿Por qué se hizo
católico?
La proclamación del Dr.
Fernando Casanova responde al gran tesoro que descubrió en la Iglesia Católica.
No importa el tema de la ocasión, o si se trata de su testimonio, de una
predicación, taller o curso, él siempre exalta la fe, doctrina, espiritualidad y
moral católica.
El cuestionamiento
principal en el proceso de conversión del reverendo Fernando Casanova fue la
Eucaristía. No obstante, él es el primero en reconocer que hubo otros temas
importantes con los cuales tuvo que lidiar: la excelencia y el rol de la Virgen
María en la historia de la salvación, el culto a la Virgen y a los santos, el
primado de San Pedro, el papado, el bautismo de infantes y el sacramento de la
Confesión. Siempre, sin excepción, encontró una respuesta contundente a favor
de la Iglesia Católica Romana.
El Dr. Fernando Casanova
reconoce que no siempre descubrió la Verdad católica por iniciativa propia,
sino sin quererlo y sin procurarlo; de hecho, por mucho tiempo se resistió,
pues no quería hacerse católico.
Hasta que se encontró
retando al Señor sometiéndome, por ejemplo, al sacramento de la Reconciliación
(Confesión), y predicando en su iglesia pentecostal sobre María y la
Eucaristía, y negándose a bautizar al modo protestante, y rehusándose casar a
católicos, y enseñando la versión católica de la teología a los seminaristas
evangélicos… y un largo etcétera.
Como era de esperarse, una
situación extraordinaria de conversión como esta tuvo que ser muy difícil y
dolorosa, sobre todo cuando se pierde el afecto de amigos y los hermanos en la
fe, y cuando se sacrifica la vocación para la que se creía llamado por Dios,
pero sobre todo cuando se perjudica el matrimonio porque el cónyuge no
comprende por qué su esposo decide hacerse católico, con lo antipática que les
solía parecer esa Iglesia y sus prácticas.
Los esposos Casanova sólo
platican de estas dificultades cuando participan de actividades de
evangelización y formación a las que son invitados. Este no es el lugar
para versar sobre situaciones privadas tan neurálgicas.
Sin embargo, sí podemos
aprovechar algunas líneas escritas por el Dr. Fernando Casanova sobre las
razones bíblicas, teológicas y espirituales que tuvo para hacerse
católico.
A continuación presentamos
un breve resumen de estas razones, que hemos tomado y adaptado de una
conferencia que dictó Fernando en la XVI Convención de la Asociación Nacional
de Sacerdotes Hispanos de los Estados Unidos, el 11 de octubre de 2005, en San
Juan.
En esta conferencia se
enfatizó el tema de la Eucaristía, que fue la cuestión más importante en la
conversión de Fernando, y luego también de su esposa.
El pentecostalismo y
yo
Fui criado en la tradición
pentecostal. Nunca conocí otra experiencia de fe. No fue difícil
para nuestra familia identificar esa fe evangélica y pentecostal como la causa
de nuestra excitante vida espiritual, y como razón de nuestra grata convivencia
familiar.
Estaba tan agradecido de
Dios por el orden religioso en nuestras vidas, por las nuevas oportunidades que
me regaló después de haber abandonado la fe de mis padres, viviendo por algún
tiempo una vida juvenil desordenada, que decidí entregarme al Señor en cuerpo y
alma. Pronto me sentí llamado por Dios a ser pastor. Respondí
enseguida. ¡Qué mejor manera de vivir para mi Dios que trabajar para él!
Pero una vez involucrado en
el ministerio se me develaron otras razones para querer procurar una vida
espiritual cabal, más aferrada a la Escritura, dependiente de la perfecta
voluntad de Dios y en sintonía con la Iglesia que él parecía haber establecido
en el Nuevo Testamento. Es que tenía que haber algo más profundo,
alternativo, en línea con la intención original de Jesús y en comunión con los
primeros apóstoles y con aquella Iglesia primitiva de la que me creía heredero,
pero de la cual me distanciaba la realidad que comencé a percibir cuando me
inauguré como ministro y pastor.
Al principio me entusiasmé
con las propiedades liberadoras de la religiosidad pentecostal, y me adherí a
ella con todo el corazón. Cuando accedo al ministerio por convicción y
vocación, me di cuenta de que arriba, en el liderato, y lejos de la buena fe del
pueblo creyente, se encuentra una actitud generalizada de embaucamiento. De
pronto, di al traste con la realidad: yo era parte de una ínfima minoría.
Me relacioné con otros colegas que se daban cuenta de la corrupción y de la
incongruencia con el evangelio de Jesús, con la idea paulina del ministerio
cristiano (cf. 2 Co 11, 4 al 12, 21) y con la vida de la Iglesia primitiva (cf.
Hch 2, 42.44; 5, 40; 9, 16; 14, 22; Col 1, 24), pero mis compañeros se
conformaban.
Tenían miedo. Les
preocupaba más su propio bienestar y sus sueldos, y terminaban haciéndose
cómplices de la religiosidad sensacional tipo espectáculo. Vi a muchos
sucumbir a la fascinación de los predicadores que presentaban a la religión
como un show para escapistas: una incubadora de sentimentalismo que atraía a
embaucadores apegados al dinero fácil y a la fama. Estos personajes
descollaban como súper apóstoles: “¡el hombre de Dios para este tiempo!” o “el
Evangelista Internacional”, de los que se resguardaban al lado de un elegante
escudo de armas circundado por las palabras “Mengano Ministries”, o detrás de
vistosos letreros con la foto artística del pastor y su esposa.
Estos personajes
carismáticos se iban constituyendo en los paradigmas del nuevo ministro
pentecostal, un prototipo que yo no quería emular y que rechacé con todas mis
fuerzas.
Profesor de teología
en el seminario pentecostal
Se me ocurrió que podíamos
volver a aquel primer cristianismo, genuino y martirial, que el movimiento
pentecostal había tratado de revivir cien años atrás. Pensé que todo
sería cuestión de buena educación teológica. Así que me fui al Colegio
Bíblico Pentecostal a enseñar teología. Este era el Seminario de mi
denominación y el único colegio bíblico acreditado fuera de los Estados Unidos
continentales. Obtuve la Cátedra de Teología Sistemática que ostentó el
Dr. Richard González por más de treinta años antes de retirarse. Me sentí
optimista; sentía que podía hacer algo formando a los seminaristas que
ejercerían el liderato pentecostal en el futuro.
Tomé mi nueva
responsabilidad con pasión. Sin pausa enfaticé en la imperiosa necesidad
de atender las incongruencias éticas y doctrinales. Lo único que me movió
fue el convencimiento de que teníamos que actuar conforme a la Iglesia que
descubrí en la Biblia; una Iglesia apostólica (Jn 15, 16; 20, 21; Lc 22, 29-30;
Mt 16, 18; Jn 10, 16; Lc 22, 32 [Jn 21, 17]; Ef 4, 11; 1 Ti 3, 1.8; 5,
17), con autoridad (Mt 28, 18-20; Jn 20, 23; Lc 10, 16; Mt 28, 20),
perpetua (Is 9, 6-7; Dan 2, 44; 7, 14; Lc 1, 32-33; Mt 7, 24; 13, 24-30; 16,
18; Jn 14, 16; Mt 28, 19-20, infalible (Jn 16, 13; 14, 26; 1 Ti 3, 15; 1 Jn 2,
27; Hch 15, 28; Mt 16, 19). Otra idea bíblica que me martillaba la cabeza
constantemente era la unidad completa (espiritual y visible) de esa Iglesia (Jn
10, 16; 17, 17-23; Ef 4, 3-6 [cf 3, 21; 4, 14]; Rm 16, 17; 1 Co 1, 10; Flp 2,
2; Rm 12, 5; Col 3, 15). Y ni se diga la contrariedad que me quitó el sueño por
mucho tiempo cuando me confronté con el testimonio acerca de la Iglesia
Católica de los llamados Padres de la Iglesia, en los primeros siglos de la era
cristiana: San Clemente Romano (97 d.C.), San Justino Mártir (155), San Ignacio
de Antioquía (165), Tertuliano (197), San Cipriano (250) y San Agustín (397),
entre otros.
Cuando constaté el fondo
eclesial de la Biblia y del cristianismo primitivo, se me comenzó a aparecer la
Iglesia Católica como la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Mi optimismo inicial en el
Colegio Bíblico se convirtió en una profunda tristeza. Sabía que era
responsable del destino eterno de muchas almas. Sabía que un ministro mal
formado o con distorsiones éticas era un peligro. La desilusión fue inminente;
yo me mortificaba señalándole a todos lo que decía la Biblia, Jesucristo, sus
apóstoles y los Padres de la Iglesia, y ellos insistían en suspirar por
ministerios deslumbrantes, construcciones majestuosas y exposición en los
medios.
Así que me concentré en la
oración y el estudio profundo de la Biblia y la historia. En medio de
esta búsqueda se hizo evidente que el problema radicaba, a la luz de la Iglesia
que constatamos en la Biblia y los Padres, en cuál de las pretendidas iglesias
se encontraba la plenitud de la gracia y del conocimiento divino (cf. Mt 28,
19-20; Jn 20, 30; Ga 1, 9; Ef 1, 22; 2, 21; 1 Ts 2, 7; 2 Ts 2, 15; 1 Ti 3, 15;
y 1 Jn 2, 19; 4, 6).
La verdadera Iglesia
de Jesucristo
Me mortificó ver que, a
pesar de que Dios proveyó el Espíritu Santo para conducirnos a la verdad
completa, al conocimiento pleno y a una relación de donación de sí mismo (Jn
16, 12-15 [Rm 8, 14-17.23-27]), lo que se podía verificar era una funesta
realidad religiosa de división, de fragmentación y de oposición entre los
seguidores de Jesús. Cada vez que me fijaba en el espectro religioso de
nuestro entorno pentecostal para identificar una respuesta o clave de solución,
se me hacía más evidente una escandalosa realidad de relativismo religioso por
la división que acusaba a nuestro Señor de mentiroso, pues él había urgido y
anunciado lo contrario de su Iglesia (Jn 17, 20-26; Hch 2, 42-43; 1 Co 1, 10;
Ef 4, 1-6; Etc.). La realidad que tenía de frente me denunciaba a un
montón de espíritus que aducían ser el Espíritu Santo, pero que referían a
muchas verdades diversas y contradictorias entre sí. Tuve que
reconocerlo: la división entre los cristianos no sólo atentaba contra la
disposición eclesial de Jesús, sino que también era la causa principal de la
incredulidad (Jn 17, 21.23).
Aquel mundo protestante y
de sectas no podía ser la Iglesia que Cristo convocó para su gloria, para remitir
a su reino y señalar su verdad (¡en singular!).
Estaba seguro de que Jesús
no se había equivocado; de que había una sola verdad que conduce a un solo
Señor, y de que para mayor gloria de Dios esta verdad debe ser transmitida sin
ambigüedades por una sola Iglesia (Ef 3, 21; 4, 3-6.14-15). La evidencia
bíblica, el sentido común y la historia me señalaban a la Iglesia Católica como
la Iglesia de Jesucristo, la original y la única. De hecho, ningún
protestante, por más anticatólico que fuese, podía negar que la Iglesia de
Jesucristo que conocemos como Católica, se mantuvo constantemente diciendo y
estableciendo la verdad; sobre la Trinidad (Nicea, 325), la personalidad divina
de Cristo (Efeso, 431), la divinidad del Espíritu Santo (Constantinopla, 381) y
hasta sobre el canon bíblico (Cartago, 493, y Roma, 497). En adición,
todas estas verdades echaban por tierra la hipótesis anticatólica de la
corrupción de la Iglesia por Constantino y el Edicto de Milán de 313. ¡Se
suponía que la Iglesia Católica se hubiera corrompido en esa fecha!
Vez tras vez, evidencia
tras evidencia, me indicaban una realidad que me obligó a reconocer que era muy
probable que la Iglesia Católica fuera la Iglesia de Jesucristo, y que era muy
improbable que nuestras diversas iglesias (¡más de 30,000 en 1999!) fuesen esa
única Iglesia del Señor, con todas las notas que correspondían al pueblo de
Dios en el nuevo testamento.
No quería hacerme
católico
Durante este proceso de
conversión resistí al catolicismo con todo lo que tenía a mi alcance.
Cuando la excelencia y la veracidad de su doctrina me alcanzaron por fin, es
decir, cuando mis reservas de índole bíblico, teológico, histórico (en especial
cuando caí en la cuenta de la existencia de una leyenda negra rabiosamente
anticatólica) y espiritual (cuando entendí que la piedad católica, sobre todo
la mariana, estaba cimentada en un sólido fundamento teológico que se gesticula
y expresa a través del comportamiento y del lenguaje del amor, tal y como me
conduzco cuando expreso con gestos y palabras controvertibles el amor y la
pasión que siento por mi esposa [«soy sólo tuyo y de nadie más; te adoro, mi
amor; eres la razón de mi vida», etc.]) se desvanecieron, opte entonces por
hacerme de la vista larga y seguir sin hacer caso a la voz de mi conciencia y
de mi razón: decidí continuar con mi ministerio, ocultando mis descubrimientos
y tratando de demostrar que creía lo que predicaba y enseñaba. Siento
mucho admitirlo, me da vergüenza, pero la verdad es que decidí actuar en
adelante como un hipócrita. “No quiero hacerme católico, no me conviene,
no me caen bien.”
Encuentro con la
Eucaristía
Aceptando el reto lanzado
por un fraile capuchino fui a ver una Hora Santa. El religioso me enteró
de una comunidad “muy eucarística”, que tenían exposiciones del Santísimo programadas,
y que se aprestaban esa misma noche a celebrar una adoración eucarística.
Y me remitió a la parroquia Santa Bernardita, de Country Club, esa misma noche
a las 7:30.
Quedé absorbido de
inmediato por los detalles de ambientación y embellecimiento del altar, la
ornamentación majestuosa del presbítero, una custodia hermosísima, incienso por
el altar, luces de escenario, música sublime… y la disposición y devoción de
aquellos fieles no tenían precedentes en mi memoria.
Hasta que caí en la cuenta
de lo que hacían: ¡adoraban un trozo de pan!
Y para colmo el sacerdote
le oraba con tanta seguridad y confianza, muy solemne, pero con familiaridad,
similar a mis oraciones, pero él oraba con más convicción, como si de veras
estuviera frente al Señor. Ese cura, y las cerca de 200 personas que le
acompañaban, estaban convencidos de que lo que estaba colocado en la custodia
los escuchaba, y de que era Jesucristo.
Se me ocurrió que si esas
personas estaban equivocadas, y yo deseaba que lo estuvieran, entonces lo que
me habían enseñado de niño era cierto a fin de cuentas: los católicos son
idólatras. Durante algunos años me tuvieron a la defensiva con los temas
y circunstancias que narraba al principio, pero ya no. Era imposible que
estuvieran en lo correcto. Era increíble para mí que pensaran que adoran
a Jesús y que se lo puedan comer.
Pero… y si están en lo
correcto. El capuchino era un joven muy inteligente y creía sin
ambigüedades en la antiquísima doctrina de su Iglesia al respecto.
No obstante, por alguna
razón, sentía que ahora sí los había atrapado. Había analizado el punto
de vista de la crítica protestante a la Iglesia Católica en este asunto y no le
encontraba posibilidad a esa idea de la presencia real y verdadera del cuerpo y
la sangre de Cristo en la misa, y mucho menos en los altares para culto de
adoración. No podían tener la razón, ahora no.
De momento el sacerdote se
levanta en procesión y comienza a ser seguido por sus acólitos. Tenía la
custodia, la llevaba en solemne desfile. Las luces le seguían y el humo
del incienso le precedía. A medida que se acercaba se escuchó el tintineo
insistente de de unas campanitas. Y una vez más la excelente música y la
voz bellísima de una joven se juntaron para cantarle a la presencia.
Cuando tuve el Santísimo como a 10 pies de distancia se me ocurrió una idea
para romper de una vez por todas con el catolicismo: “Si logro demostrar fuera
de toda duda razonable, por la Biblia, que esta gente esta adorando a un trozo
de harina cosida, y no a Jesucristo, entonces serán en realidad unos idólatras,
unos alucinados que han estado confundidos o engañados por no atenerse a la
realidad de los sentidos y por desconocer las escrituras. ¡Esto no esta
en la Biblia!”
Y retomé la Biblia para
contradecir y desenmascarar la falsedad de esa práctica idolátrica. Mi
temor se convirtió en un apabullante optimismo, pues estaba seguro de que había
descubierto la puerta para salir del atolladero en el cual me tuvo el
catolicismo por los pasados tres años. Tramé primero desbaratar la
legitimidad de esa práctica mediante el estudio bíblico, y luego, con el
entusiasmo de aquella indudable victoria sobre la idolatría católica, podría
volver a encarar los otros temas que me tenían a la defensiva frente al catolicismo.
Esta coyuntura fue para mí
la posibilidad de lograr al menos un empate: “Si los protestantes estamos mal,
ellos también, y si ambos estamos equivocados alguna salida habrá, como el
agnosticismo o incluso otra religión.” Así estaban las cosas en mi corazón.
La Eucaristía según
los evangélicos
Yo enseñaba teología
sistemática en dos instituciones evangélicas y había repasado bien la noción de
la Santa Cena en el ámbito de nuestras iglesias. Nuestra celebración de
la Santa Cena respondía a una idea accesoria (=adjunta, accidental) de una
imagen secundaria (no esencial o determinante) del partimiento (o fracción) del
pan o de la eucaristía, según la cultura religiosa que fluía en nuestra
tradición de parte de los grupos wesleyanos y bautistas de los cuales salieron
nuestras denominaciones pentecostales. En consonancia con nuestra parca y
escueta doctrina sobre este tema enseñábamos que la Santa Cena (o partimiento
del pan o Eucaristía) era una remembranza de la cena pascual que tuvo Jesús con
sus discípulos, que tenía un valor simbólico que aludía al sacrificio
expiatorio de Cristo y cuya excelsitud estribaba más en el hecho de ser
ordenanza (“hagan esto en recuerdo mío”) que de todo lo demás que pudiera
constatarse en la Biblia, los Padres de la Iglesia y hasta en las iglesias de
la Reforma protestante: «Celebramos de vez en cuando la Santa Cena porque Él lo
mando como un acto simbólico (complementario [no necesario] a la predicación)
de la muerte del Señor y porque ?y he aquí la gran aportación del pentecostalismo?
era posible recibir un milagro de sanidad en ese momento.
La Eucaristía según
San Pablo
Este profesor creía que el
único texto eucarístico importante era 1 Co 11, 23-34, pero sobre todo los
versículos 23 al 26; los demás (en especial del 27 al 34) eran consideraros
como una explicación de las consecuencias de referirse al símbolo de la Cena
sin gozar de la plenitud de la gracia divina. Para la celebración
utilizábamos los versículos 23-26, y eran por lo tanto los que conocían nuestros
fieles. Confieso que comencé a preocuparme cuando me percaté de la
ineptitud de mi tradición, de los teólogos evangélicos y de mis primeros
profesores pentecostales, al no tomar en consideración textos importantes con
un inequívoco sabor eucarístico. Para comenzar, ni siquiera contábamos
con una reflexión coherente de nuestros maestros y líderes con relación a las
terribles consecuencias de enfermedad y muerte de 1 Co 11, 27-24 por causa del
mal entendimiento de un símbolo, de algo que según nosotros era prescindible
de la sustancia y la definición pentecostal del culto cristiano. Y otro
tanto de desesperación me invadió cuando di al traste con la poca consideración
que dábamos a los relatos de la institución de la Eucaristía (Mt 26, 26-29; Mc
14, 22-25; Lc 22, 19-20) ni de su sugestivo contexto pascual, ni de su
trasfondo sacerdotal (Gn 14, 17-20) y soteriológico (Ex 12), y mucho menos nos
habíamos enterado del consenso que siempre ha existido en la opinión de que Jn
6, 25-59 y Lc 24, 13-35 son textos eminentes que destacan un valor
trascendental a la Eucaristía, o la Cena del Señor, o como hayamos querido
llamarle.
Pero, en cuanto a nuestro
pasaje preferido de 1 Co, lo increíble es que tampoco subrayáramos su contexto
literario, imposibilitando de esta manera el descubrimiento de otros
aspectos, riquezas y beneficios de la Eucaristía. Y este contexto
literario que añade significado al mencionado texto es 1 Co 10. Este
capítulo 10 sirve a la intención de Pablo de exigirle a sus lectores que frente
a la mesa eucarística ellos tienen que decidirse (10, 20-21): la mesa del Señor
o la mesa de los demonios. Con esto quiere matizar que frente a este
acontecimiento cumbre del culto cristiano, todos tienen que tomar una
decisión definitiva y radical. Luego, al combinarlo con el capítulo 11, pude
comprender el valor de la Cena según San Pablo, al señalarla como signo de
contradicción (en el capítulo 10): motivo excelente de conversión y razón de
ser de una vida íntegra delante del Señor y de los hermanos, y esto, porque en
este acontecimiento del partimiento del pan y de la “copa de bendición” tenemos
comunión (común?unión) con el cuerpo y la sangre del Señor (10,
16).
Entonces pude ir sobre el
capítulo 11, en especial por los versículos enigmáticos del 27 al 31.
Tomemos el 29: dice que en esta Cena (que para mi era un recuerdo por
referencia simbólica) se es juzgado por Dios si no se discierne el cuerpo y la
sangre del Señor. Este no es el lugar para discurrir sobre disquisiciones
exegéticas del texto en cuestión, pero la realidad es que “discernir”
(diakríno) se refiere aquí a “darse cuenta” (determinar; decidirse por la
realidad de lo que está de fondo; distinguir la verdad de lo que está frente a
uno) de la presencia que subyace frente a uno en la mesa del Señor. En la
antigüedad el cernidor (del verbo “cernir”) era un instrumento para separar (o
para dis-cernir) el trigo de los demás componentes de la planta y de la tierra,
pero también de otras plantas que podían confundirse como verdadero trigo.
El discernir con el cernidor era la acción de darse cuenta, de identificar, de
establecer un juicio certero de que lo que quedó después del ejercicio
discernidor fue el trigo de verdad, lo que en realidad se buscaba, lo que
importaba y daba sentido a la búsqueda. En otras palabras, el que no se
da cuenta del verdadero cuerpo (mé diakrínon tó sóma [v. 28]) del
Señor, el que no descubre esa realidad maravillosa que es Cristo mismo, se está
metiendo en un grave problema que puede costarle la salud o la muerte (11, 30)
?Ahora sí tenía sentido eso de las consecuencias nefastas de enfermedad y
muerte para los profanadores, es decir, para aquellos que menospreciaban, que
no distinguían, que no se decidían, que no se daban cuenta del auténtico cuerpo
de Cristo. El Dios del nuevo testamento no iba a matar a alguien
simplemente por haber mal interpretado un mero símbolo?.
La Eucaristía según
San Juan
Lo próximo fue el capítulo
6 de San Juan, versículos 22-71. ¡Increíble!: más de 40 versículos que
versan sobre la Cena del Señor. Un pasaje bíblico impresionante que el
catolicismo utiliza para sustentar su fe inamovible en la presencia real de
Jesucristo en la Eucaristía.
Las referencias
anti-presencia real a las que había recurrido veían un sentido “oscuro” este
capítulo, o sea, no evidente o claro, sino que la plática de Jesús a sus
interlocutores incrédulos debía entenderse siempre en sentido figurado.
Una vez más se recurría al símbolo, a la Eucaristía como una representación,
sólo como una referencia pedagógica tipo metáfora y cuya observancia de nuestra
parte (no muy frecuente, por cierto) mostraba el grado de cumplimiento de un
deseo del Señor: “hagan esto”.
Pero ahora, yendo sobre el
pasaje en cuestión y mientras me refería a la otra cara de la moneda, es decir,
cuando decidí ir sobre las palabras, escudriñándolas y tomando en serio la
repercusión de la intransigencia del Señor y del empecinamiento de San
Juan evangelista, pude descubrir el verdadero sentido de Jn 6, 22-71.
Lo primero que me señaló
una interpretación literal de Jn 6 fue el sentido natural y recurrente de las
palabras del Señor a través de todo el capítulo, de manera insistente y sin
importar la resistencia de los incrédulos, ni las consecuencias para el éxito
numérico de su ministerio o la reacción de sus simpatizantes (cf, 6, 2-3. 14.
22-23. 60.): “yo soy el pan vivo bajado del cielo”, “quien come de este pan
vivirá para siempre”, “y el pan que voy a dar es mi carne, la cual entregaré
por la vida del mundo”, “mi carne es verdadera comida… mi sangre es verdadera
bebida”, “el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”,
“el que me coma vivirá por mí”, “si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre no tenéis vida en vosotros”, “el que come mi carne
y bebe mi sangre tiene vida eterna”, etcétera. Esta obstinación,
reiterada y con tanta fuerza, no sólo desde el punto de vista de la interacción
de los personajes en cuestión, sino también desde la óptica del lenguaje tenaz,
gráfico, directo y sin ambigüedad de ningún tipo, se hace patente aquí en Jn 6;
no hay precedente que pueda sugerir que una narrativa y diálogo como estos
aludan a un entendimiento exclusivamente simbólico.
Junto a este sentido
natural y demandante que anuncia la significación literal del pasaje en
cuestión, y que por lo tanto lo señala como evidencia de la presencia real de
Cristo en la Santa Comunión, tenemos el hecho de que Jesús no corrige la
interpretación literal de sus oyentes. Esto es importantísimo porque es harto
conocido y aceptado que una característica de este evangelio es que cuando, o
cada vez que el Señor es mal interpretado o mal entendido, Él siempre corrige.
Siempre: 3, 5; 4,34; 7, 38-39; 21, 21-23 (y hasta en Mt 16, 6ss). Pero aquí, de
manera atípica, y por lo tanto desconcertante para mí, El Jefe no corrigió, no
se echó para atrás, no lo echó a votación ni les dijo que cada cual podía tener
su propia idea o interpretación porque, total, somos hijos de un mismo Padre y
le servimos a un mismo Dios. Algunos dirían: “¡qué falta de perspectiva
democrática, y de pluralidad, y de diálogo, y de tolerancia!... ¡pero qué nivel
de intransigencia, y de integrismo, y de arrogancia!... ¡no está a la altura de
los tiempos, carece de enfoque histórico crítico, no es capaz de un discurso
estructuralista consecuente con la mentalidad de los que no piensan como él!
¡Es un fundamentalista!” El Señor es un buen maestro y quiere que todos lleguen
al conocimiento de la verdad, y por lo mismo, ahora, cuando tiene una multitud
cautiva de 10 mil personas que lo seguían, se vuelve a ellos para decirles lo
que él cree, lo que quiere, la verdad, de frente, duro, sin tapujos ni
relativismos acomodaticios: tenían que comérselo y bebérselo.
Lo tercero que me señaló
una interpretación literal de Jn 6 fue que no encontré en toda la Biblia algún
precedente que exprese a pan y vino como símbolos de cuerpo y sangre. En
efecto, lo pude corroborar: no existe ninguna referencia bíblica que proponga
una comparación espacial semejante, no hay ni siquiera una sola identificación
simbólica de pan y vino como cuerpo (“carne”) y sangre… ninguna, nada de
nada. Lo próximo fue el versículo 51b, que según la versión evangélica de
mi Biblia Reina-Valera de 1995, decía: “y el pan que yo daré es mi carne, la
cual entregaré por la vida del mundo”. Volví a leerlo. Lo meditaba
y estudiaba, y pude así encontrar su repercusión literal ?o “literalista”, como
señalábamos despectivamente a la versión católica?, a tono con todo lo que ya
había desenvuelto.
Sabemos que Juan tenía una
lucha acérrima en contra del gnosticismo, una herejía que circundaba la
comunidad para la cual escribía y que enseñaba, entre otras cosas peligrosas
para la supervivencia de la fe cristiana, que Cristo había venido en
apariencia, en espíritu, porque la carne era mala (la prisión del espíritu y
del alma y la coartadora de la verdadera y más conveniente divinización, que
era la meta de los aventajados por una condición inherente a su superioridad
espiritual). Pensaban que el Verbo de Dios no pudo haberse manchado
mediante el contacto con el principio de corruptibilidad, con la materia, con
carne, en un cuerpo humano convencional, limitante, no divino. Por lo tanto,
Cristo, como Verbo encarnado, no murió en la cruz. “Lo perfecto es
eterno, espiritual, no corpóreo, no físico, no puede morir: Cristo no murió”
?El apócrifo gnóstico de Tomás dice que el Señor les hizo pensar que murió, y
que comía y dormía, pero él más bien los engañaba?. No es difícil para
ninguno de nosotros suponer el riesgo que esta corriente representaba si se
infiltraba y repercutía en el cristianismo, sobre todo si entendemos a este
último como la expresión de la verdad de Dios que deviene a partir de la
versión judía de la revelación, y que logra su cumbre y sentido total en las
personas y la palabra de Jesucristo, sus apóstoles y la Iglesia (el nuevo
Israel). Es decir, que este “detalle” de la peligrosidad gnóstica es
entendible para nosotros, los que aceptamos la naturaleza judeo-cristiana de la
verdad que nos condiciona y define (revelación, alianza (pacto, testamento);
encarnación (a propósito, ver alusión a la encarnación del verbo de 1, 14, en
6, 41-42, y cómo los judíos que resienten el lenguaje literal de Jesús son
propuestos como no elegidos [v. 43]), vida, pasión, muerte y resurrección
corporal de una persona 100 por ciento Dios y 100 por ciento humano), que todos
tenemos acceso a los beneficios de Dios, en y por Cristo, y no solamente unos cuantos
privilegiados y sabiondos de una cierta provisión misteriosa , como aducían los
gnósticos. Pues bien, la repercusión de Jn 6, 51b es que la carne que se
nos dará para comer es la misma que padeció en el Gólgota. Y esto,
teniendo presente la disyuntiva del evangelista con la herejía gnóstica.
Juan estaba muy consciente de que la carne que daría Jesús para comer no podía
ser mal entendida como algo etéreo e incorpóreo, y por lo tanto tan
indeterminado como un fantasma. Juan, en línea con la predicación
apostólica, pregonaba la vida humana, pasión, muerte y resurrección de un
hombre de carne y hueso llamado Jesús de Nazaret. Ése mismo es el que se
da como pan, se da a sí mismo, tal real y literal como lo tenía fijado el
evangelista en su mente.
Lo siguiente que me señaló
una interpretación literal de Jn 6, fue la imposibilidad de encontrar en la
Biblia un precedente simbólico de comer la carne y beber la sangre que fuera
coherente con el relato de Jn 6, 22-71, y que pudiera fundamentar una salida alegórica
a este problema ?Ya lo consideraba un gran problema y estaba muy
asustado. «La verdad católica de nuevo»?.
Resultó que siempre que la
Biblia habla simbólicamente de comerse la carne o beberse la sangre de alguien
(cf. Is 49, 26; M 3, 3), implica perseguir sangrientamente o destruir a una
persona o a un pueblo”. Si era consistente con este antecedente simbólico
y lo aplicaba al pasaje de Jn, tendríamos al Señor diciendo que aquellos que lo
persigan, castiguen, le falten el respeto, lo injurien y lo destruyan, serán
recompensados con la vida eterna (viz., 6, 50. 54.), tendrán vida en ellos (v.
53), vivirán por el Señor (v. 57) y vivirán para siempre (v. 51. 58.).
Sólo un loco podría aceptar una aplicación tan disparatada. Entonces, una
identificación simbólica de las afirmaciones comer y beber carne y sangre, tal
y como aparecen en Jn 6, es imposible.
Otro hallazgo que me señaló
una interpretación literal de Jn 6, fue el cambio de verbo ocurrido en el
versículo 54. Hasta el v. 53 el Señor habla de comérselo, y para ello
Juan utiliza el verbo fagéin (afagon, fáge, fagete), que es la palabra más
común para designar el acto de comer, como consumir o ingerir
alimentos. Ustedes saben que el nuevo testamento se escribió en griego
koiné, y que se trata de una lengua muerta que no guarda correspondencia exacta
con los idiomas que han bebido de él, como el español, por ejemplo. Pues
lo que pasa aquí es que no hay un conseguimiento preciso de este cambio de
conceptos, y por eso no aparece dicho cambio en nuestras versiones
modernas.
Sin embargo, se da un
cambio significativo. Verán. Fue en el instante más neurálgico de
la discusión, cuando lo judíos lo impugnaban ?¡por última vez en el capítulo!?
preguntándose “¿cómo puede éste darnos a comer su carne?, que El Jefe cambia la
palabra comer, de fagéin y sus derivados, a trógon (ho trógon mou tén sarka),
lo cual implica una matización mucho más radical aún que señala indudablemente
un sentido literal franco e indefectible. No me quedó más remedio que
reconocer la verdad que tenía de frente: Ahora, en este preciso momento de
incredulidad y de minusvalía de parte de los judíos hacia Jesús, este se atreve
a cambiar, de comer o ingerir su carne, a morder, mordisquear, mascar,
mascullar, roer; denota un proceso lento de carcomer, supone un énfasis
perentorio en el acto de comer, como si se estuviera avanzando conscientemente
en la ingestión inflexible de un alimento. Busqué si se repetía el
término en este evangelio y lo encontré en 13, 18, una vez más, en contexto
eucarístico, mientras se efectuaba la última cena de Jesús con sus discípulos.
Supe que me estaba metiendo en un problema. La Eucaristía como símbolo no
tenía fundamento en Jn 6. Y se me hizo patente cuando me aferré a cierta idea
de los partidarios de la interpretación simbólica de Jn 6. Me sentí tan
ridículo cuando descubrí la idiotez de esa posibilidad simbólica de cierto
versículo del capítulo 6 de San Juan.
¿Y cuál era el argumento
que presentaba a la Eucaristía como símbolo en jn 6? Pues el versículo
63: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve de nada”.
Desconcertante, ¿ah? ¿Con
que el Señor a estado diciendo que su carne y su sangre son para vida eterna y
comunión con el Padre y con él, y ahora se contradice para significar que su
“carne no sirve de nada”? Es insólito hasta dónde son capaces de llegar
algunos para defender lo indefendible, porque cuando empecé a auscultar la
opinión de algunos colegas ministros me respondían con el argumento de
Zwinglio, ese de que Jesús se contradecía para decir que la carne que padecerá
por nosotros y por la cual seremos alimentados para vida eterna, no vale nada,
es nada, como basura, igualito que los gnósticos. Entonces aquella
herejía era la verdad, si es que son consecuentes en su interpretación y
continúan con la misma apreciación de la frase “El espíritu es el que da
vida”. Esto sería incluso un intento atroz de preferir una noción
heterodoxa y por lo tanto dañina, con tal de menguar un principio de
literalidad como sentido correcto de un texto bíblico por el simple hecho de
que no me conviene, o porque se supone que los católicos siempre estén mal.
Ya me había metido bastante
con el evangelio de Juan y sabía a qué se refería el Señor en el versículo
63.
Las palabras en cuestión se
refieren a uno de dos sentidos por los cuales Juan usa sarx (carne): como
sinónimo de mentalidad o actitud carnal, como una mente dominada por las cosas
materiales, que juzga según los sentidos (cf., 8, 15) ?esos sentidos que
esbozábamos como lo concluyente en materia de la presencia real y la
Eucaristía?, que se aferra a lo natural y por lo tanto no descubre la verdad
espiritual que determina los asuntos divinos. Por eso, lo que se devela
aquí es más bien otra prueba de la noción literal de presencia real, y
así lo remacha sin duda el final del versículo 63: “Las palabras que os
he dicho son espíritu y son vida.” O sea, las palabras del Señor con
relación al pan de vida expresan una realidad divina que sólo el Espíritu es
capaz de hacernos comprender y que por lo mismo es brote de vida eterna para
los creyentes (cf., Jn 1, 33; 14, 26).
Tuve que reconocer que este
acontecimiento que ha celebrado la Iglesia Católica por 2,000 años, con tanta
fe y a un costo tan alto, supone una poderosa presencia especial de Dios.
Una presencia que tiene que producir una excelente oportunidad de
conversión. Esta oportunidad que provee Dios en la Eucaristía se
constituyó para mí en una fuente reconciliación y de liberación
también.
Y de esta manera tuve que
actuar de acuerdo a mi conciencia, convencido y poseído de esta gran verdad de
la Iglesia del Señor: una, santa, católica y apostólica. No me quedó más
remedio. Tuve que renunciar a mi ministerio. Sufrí mucho.
Otras cuestiones
Otros temas con los cuales
tuve que lidiar fueron: la excelencia de la Virgen María y la importancia de
su rol en la historia de la salvación, el culto a Santa María y a los
santos, el primado de san Pedro y la institución del papado, el bautismo de
infantes y el sacramento de la Confesión. Siempre, sin excepción,
encontré una respuesta contundente a favor de la Iglesia Católica
Romana.
Un alto Costo
Sobre los
inconvenientes y las crisis vocacionales, familiares y económicas sólo las
platico con las comunidades que nos invitan. Pero no debe ser difícil
para nadie imaginar lo mucho que tuvimos que sufrir.
Y aquí me encuentro
ahora, en la Iglesia de Jesucristo. Yo hubiera preferido otro método, pero el
Señor lo dispuso así. Hay cosas que nunca comprenderé del todo.
¿Por qué señaló a Pedro como el primero? Juan era mejor. ¿Por qué escogió
a Judas Iscariote como tesorero? De seguro Mateo le hubiese resultado mejor,
pues había sido CPA del Imperio (publicano). ¿Por qué no hizo que la
Biblia fuese suficiente? ¿Por qué no se limitó a poner sólo gente santa,
perfecta, casta y pura en Iglesia Católica para hacerme el trago menos
amargo? ¿Por qué permitió que yo sufriera la afrenta y el escarnio
público por hacerme católico, si pudo haberme hecho nacer en esta Iglesia y
ahorrarme problemas? Total, lo que él quería conmigo lo pudo haber
realizado comoquiera.
Sólo se me ocurre
una explicación para todo esto: ¡ÉL ES EL SEÑOR!
Fuente: www.fernando-casanova.com
Sin modificaciones relevantes por parte del autor de este blog.