viernes, 13 de junio de 2014

MÁS ALLÁ +1

Imagen modificada por el autor de este blog


Primer tipo de muerte: Sin preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de preparación. Es la muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser malos, sino que además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de pecado, han procurado arrastrar a la condenación al mayor número posible de almas.

Estos no han tenido preparación remota: Han vivido siempre en pecado mortal. Y, por una consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación próxima, obstinados en su maldad. Porque, por lo general, señores, salvo raras excepciones, la muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida, así suele ser la muerte. Si el árbol está francamente inclinado hacia la derecha, o francamente inclinado hacia la izquierda, lo corriente y normal es que, al caer tronchado por el hacha, caiga, naturalmente, del lado a que está inclinado. Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de los grandes impíos, la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la Iglesia.

Esta fue la muerte de Voltaire, el de las grandes carcajadas: “Ya estoy cansado de oír que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Voy a demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo”.

¡Pobrecito! Él sí que quedó destruido.

Escuchad. Os voy a leer la declaración del médico Mr. Tronchin, protestante, que asistió en su última enfermedad al patriarca de los incrédulos. Va a decirnos él, personalmente, lo que vio: “Poco tiempo antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones, gritaba furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía los dedos, y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo que todos los que han sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible presenciar semejante espectáculo”.

La Marquesa de la Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos momentos, escribe textualmente: “Nada más verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo de leer– afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir a un ministro de Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que la presencia de un sacerdote que recibiera el postrer suspiro de su patriarca derrumbara la obra de su filosofía y disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una redoblada desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba que sentía una mano invisible que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a aquel Cristo que él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus compañeros de impiedad; después, deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que le devoraba, llevóse su vaso de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la inmundicia y la sangre que le salía de la boca y de la nariz”.

Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. Y conste, señores, que yo no afirmo la condenación de Voltaire; yo no digo que esté en el infierno. La Iglesia no lo ha dicho jamás. No sabemos lo que pudo ocurrir un segundo antes de separarse el alma del cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la muerte aparente. Pero sabemos lo que pasó en los últimos momentos visibles de su vida, puesto que lo presenciaron los testigos que acabo de citar. Si está en el infierno o no, eso no lo podemos asegurar, puesto que la Iglesia no lo ha dicho jamás. Pero, ¡qué terrible manera de comparecer ante Dios: sin preparación próxima ni remota!

Fuente: Fr. Antonio Royo Marín, O.P.

domingo, 8 de junio de 2014