DIOS LOS BENDIGA
sábado, 3 de agosto de 2013
viernes, 2 de agosto de 2013
SACERDOS = ALTER CHRISTUS +Habitus
El
hábito eclesiástico es un signo de consagración para uno mismo, nos recuerda lo
que somos, recuerda al mundo la existencia de Dios, hace bien a los creyentes
que se alegran de ver ministros sagrados en la calle, supone una mortificación
en tiempo caluroso. El
sacerdote al mirarse en el espejo o en una foto, y verse revestido de un hábito
eclesiástico piensa: tú eres de Dios.
Bajo
la sotana, el sacerdote viste como el común de los hombres. Pero revestido con
su traje talar, su naturaleza humana queda cubierta por la consagración. El
que viste su hábito eclesiástico es como si dijera: el lote de mi heredad es el
Señor.
El
color negro recuerda a todos que el que lo lleva ha muerto al mundo. Todas las
vanidades del siglo han muerto para ese ser humano que ya sólo ha de vivir de
Dios. El color blanco del alzacuellos simboliza la pureza del alma. Conociendo
el simbolismo de estos dos colores es una cosa muy bella que todas las
vestiduras del sacerdote, incluso las de debajo de la sotana, sean de esos dos colores:
blanca camisa y alzacuellos, negro jersey, pantalones, calcetines y zapatos.
El
hábito eclesiástico también es signo de pobreza que nos evita pensar en las
modas del mundo. Es como si dijéramos al mundo: Jesucristo es el mismo ayer,
hoy y siempre.
La
vestimenta propia del sacerdote es la sotana. Pero el clériman también es un
signo adecuado de consagración, manifestando esa separación entre lo profano y
lo sagrado. Aunque el hábito eclesiástico propio del presbítero sea por
excelencia la túnica talar, el clériman es un hábitus ecclesiasticus y todo lo
que aquí se dice a favor de la sotana, se puede aplicar al clériman. En caso de
que estas hojas las lea un religioso, evidentemente, lo dicho aquí de la sotana
valdrá para su propio hábito religioso.
Nos
sorprenderíamos cuánta gente piensa en Dios, cuando en una ciudad populosa un
sacerdote atraviesa las calles. Multiplicado por todos los días del año, el
bien que hace vestir de clérigo es inmenso. Sin exagerar, al cabo de un año han
reparado en él decenas de millares de personas. Y si un sacerdote anda por la
calle recogido y en presencia de Dios, entonces se transforma en un instrumento
para que los ángeles custodios les digan a sus protegidos: fijaos.
Un
sacerdote con sotana por la calle es como un grito para los paganos. Un grito
que les dice: ¡Dios existe! Ved aquí a uno de sus siervos. Por eso Satanás
tiene tanto interés en que de la vía pública desaparezcan todos los signos que
hacen referencia a Dios.
El
amor reside en el corazón, no en el vestido. Pero el amor se desborda en
multitud de detalles externos: uno de ellos es una vestidura de consagración. Las
vestiduras eclesiásticas son un constante recuerdo de la dignidad que nos ha
sido conferida, del poder que ostentamos.
Alguien
puede objetar que el hábito eclesiástico separa de los hermanos. Pero hay que
recordar que el sacerdote es alguien segregado del resto de los hombres para el
culto de Dios, para consagrarse a su servicio. Es la porción que Yahveh se ha
separado para ejercer sus sagrados misterios.
Esos
misterios sacrosantos son razón suficiente para que se te señale como en
tiempos de Moisés se señaló un límite en torno al monte Sinaí porque era un
monte santo. ¿Es acaso menos sagrado un sacerdote de Cristo que ese monte de la
Antigua Ley? El
hábito eclesiástico ha sufrido modificaciones desde que comenzó a existir, pero
siempre ha sido una túnica talaris a semejanza de aquellas que gloriosamente
cubrieron a los doce primeros apóstoles.
Bien
con un traje talar, bien con un clériman, vestimos como sacerdotes no porque
nos apetezca o nos guste, sino porque nos lo pide la Iglesia. Ir vestidos como
ministros de Dios es un modo de servirle.
Si
eres un hombre que ha entregado su entera vida al Omnipotente como presbítero,
¿por qué no vestir como lo que eres?
Aunque
en las tiendas diocesanas se vendan camisas de muy distintos colores, el color
negro o el blanco (para lugares cálidos) son colores nobles y elegantes.
Desgraciadamente son muchos los sacerdotes que visten combinaciones de prendas
carentes de todo gusto. Van mal vestidos toda la vida y nadie se atreve a
decírselo. Desde estas páginas, en nombre de Aquél a quien representan, les
pido que vayan vestidos con dignidad y que no confundan el mal gusto con la
pobreza.
¿Por qué el sacerdote no lleva una vestidura
exactamente igual que la de Jesús? El que los sacerdotes no nos dejemos una
barba y el pelo largo como el que la tradición atribuye a Jesús, y no llevemos
una túnica y un manto como los que llevaban los judíos, creo que tiene una
profunda razón teológica detrás. Llevamos un distintivo, un símbolo, que
recuerda la túnica de nuestro Maestro. Pero esa túnica no trata de ser
idéntica, ni lo intenta siquiera, para que se vea que nosotros somos meros
continuadores suyos, pero que Él era único. Él era único, nosotros somos meros
continuadores.
Historia de la vestidura eclesiástica
Nota previa. A efectos de citación académica,
cualquier parte de esta historia de la vestidura eclesiástica debe ser citada
así: José Antonio Fortea, Manual de Obispos, Editorial Dos Latidos, Zaragoza
2010, pg 120-124.
La
historia de las vestiduras eclesiásticas que aquí aparece, y cuyo autor soy yo,
se ofrece sin las notas a pie de página y sin el aparato de referencias que
sería lógico en un trabajo académico. Se ha preferido hacer así, para ofrecer
la esencia de toda la historia del traje clerical, sin necesidad de ofrecer
todos y cada uno de los elementos menores que hubieran hecho mucho más extensa
esta historia además de tener que detenerla una y otra vez ponderando cada uno
de los detalles.
Jesús
no vistió ninguna vestidura especial. Entra dentro de lo posible el que los
sacerdotes judíos sí que tuvieran vestiduras clericales, pues constituían una
casta. Pero, de acuerdo a lo que nos dicen las dos genealogías de los
Evangelios, Jesús pertenecía al linaje de los reyes de Judá, no al de los
descendientes de Leví. El Mesías no era un sacerdote del Antiguo Testamento.
Además, Él comienza un nuevo sacerdocio.
Los
Apóstoles, por tanto, tampoco llevaron ninguna prenda distintiva, ni tampoco
sus sucesores. Obrar de otra manera, en medio de una persecución, hubiera sido
una temeridad. En
las generaciones siguientes a que la Iglesia obtuviera su libertad, los
clérigos siguieron llevando ropas que no les distinguían de los laicos. Si
bien, en las celebraciones litúrgicas sí que iban revestidos con vestiduras
especiales. Muy probablemente, los monjes sí que llevaban ropas que les
distinguían como monjes.
Aunque
el clero seguía vistiendo sin ropas especiales, poco a poco, en algunos lugares
sí que se fue desarrollando un modo distintivo de vestir. En el año 428, por
una carta del Papa Celestino, sabemos dos cosas: que en Roma no existía una
vestidura clerical, pero que en la Galia algunos obispos ya la usaban. La carta
del Papa, curiosamente, exhorta a que los clérigos se distingan de los laicos
no por las ropas, sino por sus virtudes. Pero ni siquiera esta opinión papal
pudo detener el curso de la historia que ineludiblemente llevaba a mostrar
externamente esa distinción.
Y
así, este desarrollo lento de las vestiduras clericales, lleva a que en el 572,
el Concilio de Braga ordene que los clérigos de esa zona de la península
ibérica vistan la túnica talar. A
partir de entonces, los decretos sobre la ropa clerical se fueron haciendo más
y más frecuentes, en el sentido de que los clérigos no vistieran las ropas
seculares, ni siguieran sus modas. Entre
el siglo VI y el VIII, los testimonios escritos muestran que el uso de la
vestidura clerical se hizo obligatorio. Al principio, los colores no estaban unificados.
Dándose muchos colores y diversas tonalidades.
El
color negro fue el que finalmente predominó por una razón esencial, se trata de
un color muy solemne. Después, a posteriori, se le pudo dar sentidos simbólicos
a ese color, como el de la muerte al mundo, pero la razón por la que prevaleció
fue ésa: se trata de un color que expresa seriedad, solemnidad. Frente a la
opción del negro, el blanco hubiera podido también predominar, es el color de
la lana sin tintes, pero tenía un problema: cualquier mancha se ve con
facilidad. Y, aunque se lave una y otra vez, el uso deja restos de las antiguas
manchas. Por eso el blanco se reservó para las funciones litúrgicas desde el
principio, y para la vida ordinaria el negro acabó prevaleciendo.
Sin
embargo, las dos tendencias que hoy día existen entre los que prefieren vestir
de laicos y los que prefieren vestir como clérigos, son dos tendencias que las
encontramos no ya desde la Edad Media, sino que es posible rastrearla desde la
Edad Antigua. Desde
que el hábito eclesiástico se hizo obligatorio, encontramos a sacerdotes y aun
obispos que han vestido como laicos, en más o en menos ocasiones. Insisto,
incluso en la Edad Media.
Al
principio, el hábito eclesiástico era una túnica sin botones. Muy a menudo con
cinturón de cuero con hebilla. Los botones que recorren la sotana de arriba
abajo, predominaron a partir del siglo XIV y XV. Hasta el siglo XIV, en la
vestidura clerical no existía el alzacuellos. Pero a partir de entonces, las
camisas comenzaron a dejar ver su parte superior por encima del hábito. Al
principio, sobresalía el cuello de la camisa blanca sin solapas. Después,
cuando ya hubo solapas como las actuales, éstas o sobresalían verticales
(cerradas por un botón) más allá de donde acaba el hábito, o bien caían hacia
abajo por encima del hábito.
Las
solapas que caían sobre el hábito, evolucionaron hasta el siglo XVII tomando la
forma de lo que se llamaba el babero. Las solapas verticales evolucionaron
hasta formar el alzacuellos. El alzacuellos se formó como prenda aparte, porque
era mucho más fácil lavar la parte del cuello si ésta era una prenda
independiente. Démonos cuenta de que en otras épocas las camisas no se lavaban
diariamente, pues un clérigo humilde poseía pocas camisas. Un humilde párroco de
pueblo en el siglo XVII podría tener cuatro camisas y una sola sotana. Un
clérigo de baja posición no tenía tres o cuatro sotanas, sino uno sola que se
remendaba las veces que hiciera falta.
Muchos
consideran la capucha como privativa de los monjes. Pero lo específico de ellos
era el escapulario o la cogulla. El escapulario es la prenda rectangular que
cae por delante y por la espalda, hasta casi el borde de la túnica.
La
capucha era habitual entre las ropas de los laicos, y por tanto también entre
el clero secular. En el clero secular, la capucha se llevaba no en el hábito
talar, sino en la muceta. La muceta sobre los hombros era una prenda de abrigo,
la llevaba cualquier clérigo y solía tener una capucha. Esta costumbre de la
capucha en el clero secular llegó hasta el siglo XX. La muceta de los
cardenales tenía capucha, así como la de los Papas. Cardenales y Papas llevaban
esa capucha en la muceta, aunque no pertenecieran al clero secular. Sin bien,
más allá de la Edad Media, muchas mucetas muestran unas capuchas exiguas que ya
no hubiera sido posible ponerlas sobre la cabeza.
Aunque
el uso del hábito eclesiástico ha sido lo habitual desde el siglo VII más o
menos, ya se ha dicho que siempre ha habido clérigos que han deseado vestir de
un modo secular, casos así ha habido desde la Edad Media hasta nuestros días,
siglo tras siglo. Pero, aunque normalmente, estos casos han sido excepcionales,
lo que sí que ha sido más frecuente es el deseo de secularizar el hábito
eclesiástico.
Y
así, hay testimonios desde el siglo XVII reprobando el uso de sotanas cortas
que llegaban sólo hasta la rodilla. Esta lucha entre la secularización del
hábito eclesiástico y el mantenimiento de del estilo eclesiástico por encima de
toda moda mundana, también se puede rastrear en toda época. Incluso en la Edad
Media hay obispos que vestían más como caballeros que como prelados.
Finalmente, en el siglo XIX se hizo frecuente el habito piano o hábito corto.
La parte superior era igual que la de la sotana, con su alzacuellos o su
babero. Pero la sotana había sido sustituida por una especie de chaleco que
llegaba sólo hasta la cintura, a partir de la cual eran visibles unos
pantalones cortos que acababan en calzas negras. Encima del chaleco, se llevaba
una casaca. Este hábito corto fue desapareciendo, y a comienzos del siglo XX
los curas llevaron sotana solamente. Hasta que en los años 70, apareció el
clériman (también escrito clergyman). Una vez que hubo desaparecido el hábito
corto, éste continuó entre los curas católicos de Estados Unidos, por
influencia de los pastores de la iglesia episcopaliana que vestían así. Y de
los curas católicos norteamericanos retornó al resto de países en los años 70.
Este
deseo de que las vestiduras de los sacerdotes fueran enteramente clericales,
conllevó que los sombreros tuvieran formas y hechuras propias. La forma de
cubrirse la cabeza los eclesiásticos siempre había sido por antonomasia la
capucha, entre el clero regular y secular. Pero ya en la Edad Media se abrieron
paso los gorros académicos o los civiles entre los eclesiásticos, frente a la
capucha que parecía demasiado monástica y demasiado primitiva. Pero siempre se
luchó por parte de las diócesis para que los gorros eclesiásticos tuvieran una
hechura propia y no fueran iguales que los de los laicos. Aunque siempre había
clérigos a los que les gustaba ponerse gorros que fueran más con la moda civil
porque les parecían más elegantes.
Los
sombreros eclesiásticos evolucionaron a raíz de dos modelos diversos. Un modelo
procedía de las gorras académicas, y de allí surgió la birreta, el birrete o
bonete. Otro modelo procedía de tipos de sombreros más parecidos a los civiles,
de ahí surgieron diversos tipos de sombreros con ala plana, redonda o
rectangular: teja, saturno, galero.
El
solideo es la evolución de un gorro que cubría la cabeza desde la frente a la
nuca. La función era preservar del frío, pero poco a poco se hizo de él una
prenda constante. Al llevarlo en toda estación, con el pasar de las
generaciones, se fue haciendo más ligero para que no diera tanto calor,
llevándolos de lana en invierno.
La
vestidura de abrigo era la muceta sobre los hombros, pero si hacía más frío se
llevaba la capa. Cuando los abrigos aparecieron, muchos fueron arrinconando la
capa. Pero para que el abrigo no fuera igual que el de los laicos, se diseñó de
forma que llegara hasta el borde de la sotana, llamándose este abrigo dulleta.
Sin embargo, la capa y la dulleta coexistieron. En España, la capa daba una
vuelta colocándose sobre el hombro. Esta capa más larga se designaba con el
nombre de manteo.
En toda esta evolución de los trajes eclesiásticos,
la costumbre era que cuando uno se ordenaba como clérigo, a partir de ese
momento, todas sus vestiduras eran clericales. Manifestando de forma externa y
visible la consagración total a Dios del propio ser, de la propia vida, de
todos los pensamientos y deseos. Por eso, desde la recepción de la orden menor
de la tonsura todas las vestiduras debían ser clericales. La tonsura era el
signo de esta mentalidad. El sacerdote no sólo llevaba ropas sacerdotales, sino
que incluso sus cabellos llevaban el signo de la consagración.
¿Es obligatorio para los clérigos la vestidura
clerical?
Aunque
aquí se manifiestan las razones para llevar los trajes clericales, el autor de
estas líneas manifiesta la más completa comprensión hacia sus hermanos
sacerdotes que no llevan esas vestiduras. Entiendo que mis ideas son difíciles
de aceptar por todos aquellos que han sido formados desde el principio en
seminarios en los que la idea esencial era de que lo importante es la cercanía
con la gente y que, por tanto, todo signo de distinción conlleva separación,
alejamiento y, por tanto, un mal cumplimiento del ministerio de ayuda al
prójimo.
En
este escrito, hablo de los argumentos a favor de los hábitos eclesiásticos,
pero no me cuesta entender las razones contrarias a estos argumentos. Yo
sostengo la postura aquí expuesta, simplemente porque que entre unas razones y
otras, me convencen más las razones a favor del hábito eclesiástico. Pero no
juzgo a los que portan ropas seculares habiendo tomado sobre sí un estado
clerical. No juzgo, ni lo más mínimo, a los que se revisten de ropas laicales
estando consagrados dentro del estado eclesiástico.
Creedme
los que leéis estas líneas, no juzgo, no pienso mal, no digo en mi interior:
qué sacerdote es éste tan mundano, qué secularizado está, que poco espiritual,
qué desobediente. Si alguna vez he sentido la tentación de pensar eso
–tentación-, me he contenido. Y si he consentido, me he arrepentido. Por el
contrario, siempre pienso que cuando veo a alguien así, que ha sido formado en
otra mentalidad. Ni juzgo, ni critico. Quede eso bien claro. He conocido a
infinidad de buenos sacerdotes que no vestían de un modo clerical, sino como
laicos. Y no sólo sacerdotes buenos, sino también inmejorables, verdaderos
hombres de Dios, hombres santos que vistieron como laicos. Indudablemente, el
modo en que hemos sido educados influye mucho el resto de nuestra vida.
Habiendo
dejado claros mis pensamientos acerca de no juzgar, ante la pregunta si es
obligatorio para los clérigos vestir de un modo eclesiástico: la respuesta es
sí.
La
ley de la Iglesia lo ordena. Y lo ordena con la autoridad recibida de Cristo.
Cada clérigo debe vestir de acuerdo a las normas emanadas por su conferencia
episcopal. Pero
independientemente de lo que diga la letra de las normas dados por cada
conferencia episcopal, el espíritu de la ley universal, el espíritu de la norma
dada desde hace más de un milenio, es que los clérigos vistan de un modo
diferente al de los laicos.
La
cuestión de cómo viste un clérigo no es una recomendación, sino que es una
cuestión de obediencia al sentir de la Iglesia.
La razón esencial de esta norma, eso no hay que
olvidarlo, es espiritual. Bueno también es recordar que, aun admitiéndose otras
opciones aprobadas por la jerarquía, lo específico del traje clerical ha sido
siempre el que se tratara de una túnica talar, en recuerdo de la túnica de
Nuestro Señor Jesucristo y de sus Doce Apóstoles.
Detrás de las vestiduras hay toda una teología
La
eterna cuestión acerca de cómo deben ir vestidos los clérigos, depende de qué
consideramos que es el sacerdocio. En el fondo, detrás de esta cuestión sobre
las vestiduras, hay todo un esquema teológico.
Unos
consideran que el sacerdote debería ser un hombre normal, casado, con hijos y,
preferiblemente, con un trabajo civil. De forma, que para ellos lo ideal sería
que el sacerdote fuera un hombre normal con un trabajo secular, que se dedica a
las cosas de la Iglesia en el fin de semana.
Frente
a esta idea de un sacerdote del mundo, está la concepción del sacerdocio como
consagración. El sacerdote que reza su breviario, que dedica tiempo generoso a
la oración, que está dedicado al 100% a las cosas de Dios y de su Iglesia.
En
el fondo, unos quieren un sacerdote que está en el mundo, es del mundo y es
como todo el mundo, mientras que en la otra concepción el sacerdote está en el
mundo sin ser del mundo.
Estas
dos concepciones del sacerdocio son las que tienen su expresión en una u otra
forma de vestir. Pero en el fondo, una visión del sacerdote es una visión
bastante humana, en la que lo esencial es la caridad, la ayuda al prójimo. En
la otra visión, el sacerdote ante todo es el hombre de Dios, el hombre que
administra su gracia.
Aunque
la raíz por la que unos defienden o atacan los trajes clericales, depende al
final de qué es lo que consideramos que es la Iglesia, conviene considerar un
detalle. Los protestantes, al principio, atacaron con saña todo tipo de
vestidura que distinguiera a los pastores del resto de los creyentes. Durante
muchas generaciones no hubo vestidura alguna entre sus pastores, pues se
cargaron mucho las tintas en que esta costumbre era ajena a la Biblia. Pero hoy
día, cuatro siglos después, la mayor parte de esas denominaciones han
restaurado trajes eclesiásticos, al menos, para las ocasiones solemnes. Y, por
supuesto, los trajes litúrgicos fueron restaurados mucho antes que los
eclesiásticos.
La iglesia ortodoxa se separó y se mantuvo bastante
incomunicada de la católica durante mil años. Y, sin embargo, el Espíritu Santo
la llevó por el mismo camino que la Católica en este tema. Y no sólo eso, sino
que incluso la hechura de sus vestiduras eclesiásticas es casi igual. Más
sorprendente resulta que incluso en color coincida, y vayan de negro.
Algunas consideraciones antes de acabar
A
la gente le gusta ver al policía vestido con su uniforme, al juez revestido con
su toga, al médico con su bata. La autoridad de esas personas con autoridad no
está conferida por las vestiduras. Pero las vestiduras, sin duda, son una gran
ayuda. La realidad de este hecho va allá de lo que diga cualquier postura
teológica.
La
razón principal de que hayan de existir unas vestiduras clericales, radica en
la necesidad de distinguir lo sagrado de lo profano. ¿Consideramos al sacerdote
un hombre más, o un hombre sagrado? Si es un hombre más, aunque nos de buen
ejemplo, aunque ayude a los demás, no es necesaria una vestidura clerical.
Si
consideramos al sacerdote como el portador de unos poderes sacramentales dados
por Jesucristo, como el portador de una autoridad sagrada sobre el Pueblo de
Dios, como el hombre que se ha consagrado al 100% a Dios y que por tanto él
mismo pasa a ser algo de Dios, entonces sí que es necesario distinguir a ese
ser humano de lo profano.
Esta
necesidad de distinguir entre lo sacrum y lo profanum es general. Por ejemplo,
¿cómo distinguimos una mesa normal de un altar? Por su hechura, por los
materiales, por los signos distintivos que hemos colocado. ¿Cómo distinguimos
una copa normal de un cáliz? ¿Cómo distinguimos una casa normal de la Casa de
Dios? ¿Cómo distinguimos el aceite normal puesto en un envase, del Santo Crisma
puesto en otro envase? En todos estos casos, lo sagrado de lo profano se
distingue por los signos. Lo mismo sucede para distinguir entre la persona
sagrada y el laico.
Otra
cosa distinta es que no aceptemos que el sacerdote es una persona sagrada. Pero
decir eso sería ir contra la enseñanza del mismo Dios en la Sagrada Escritura,
donde en innumerables sitios indicó que los sacerdotes eran personas sagradas
porque eran cosa suya. Y eso que hablaba del sacerdocio veterotestamentario que
era inferior al del Nuevo Testamento. Pero, aun así, en el Antiguo Testamento
indica con todo detalle cómo serán las vestiduras litúrgicas del sacerdote.
Como se ve por la Biblia, a Dios no le da lo mismo el tema de las vestiduras.
¿Pero
por qué no se indican vestiduras clericales para los levitas, sino sólo las
cultuales? Eso se debe a que el levita fuera del Templo, era una persona normal
con su familia, sus hijos y su trabajo. Del mismo modo que no vestimos con
sotana a un diácono permanente, tampoco lo hizo Dios con los levitas. No
tendría sentido que un diácono permanente trabajara como panadero y que llevara
su sotana todo el día.
Pero
hecha esta explicación, vemos que a Dios no sólo no le es indiferente el tema
de las vestiduras eclesiásticas, sino que Él mismo determina todos y cada uno
de los detalles de las vestiduras cultuales, incluso de los calzones: formas,
colores, número de prendas, materiales de los que se harán. La idea de que todo
esto le es indiferente a Dios, está directamente contradicha por la Palabra del
Altísimo.
Pero,
en definitiva, la pregunta de antes sigue resonando: ¿qué es el sacerdote? ¿Un
mero animador de la comunidad? ¿Un mero trabajador de obras de caridad? ¿Un
mero pastor en el sentido protestante? Si el poder del que dirige una
comunidad, proviene de que ha sido elegido por votación por sus fieles, no es
necesaria una distinción entre lo sagrado y lo profano. El párroco posee una
autoridad sagrada que proviene no de sus fieles, sino de Cristo a través de su
obispo.
Autoridad
sagrada, porque por ejemplo un gobernante de una nación tiene un poder, una
autoridad, pero no es sagrada. Se trata de una autoridad profana, secular,
cuyos límites y condiciones vienen dadas por la voluntad popular y la Ley
Natural.
Despedida
En la foto: El autor de este post.
Y
aquí acaba este sitio que sólo busca prestar un servicio a sus hermanos
sacerdotes y a algún seminarista que se deje caer por aquí. Si eres sacerdote y
las razones aquí expuestas no te han convencido, no seas duro conmigo. Durante
años se han dicho muchas razones en contra de los trajes eclesiásticos, alguien
tenía que decir algo a favor. Tú y yo buscamos servir a Dios. Es lógico que
entre los seguidores de Jesús existan opiniones diversas, estilos distintos. Al
final, nos encontraremos con Él y nos lo explicará todo. Mientras tanto,
amémonos y ayudémonos.
Fuente: porquedeboirvestidodesacerdote.blogspot.com
Todas las imágenes de este post fueron modificadas por el autor de este blog.
DIOS LOS BENDIGA
miércoles, 31 de julio de 2013
CARTA DE UN ALMA CONDENADA AL INFIERNO
Este texto, fuerte y conmovedor,
nos lo envía un Sacerdote Jesuita amigo, quien lo acompaña con la siguiente
introducción:
Este material no es del gusto actual, de la sociedad moderna,
por supuesto del gusto mundano, ni lamentablemente de muchos entre los llamados
fieles cristianos.
Debemos prestar atención hoy día a esta realidad y verdad de
fe definida en la Iglesia Católica, acerca de la existencia del infierno y de
su duración eterna. Tristemente, el abandono consciente o inconsciente de su
consideración, está llevando a muchos a negar su existencia, con consecuencias
más que lamentables en la conducta y en su ineludible juicio Divino. Lo que
sigue, guste o no, no es argumento para adoptar la conocida actitud llamada del
avestruz, de esconder la cabeza bajo las alas.
Carta del más allá
*Imprimatur del original alemán:
Brief aus dem Jenseits - Treves,
9-11-1953.N.4/53*
Dios se comunica con los hombres de muchas maneras. Las
Sagradas Escrituras se refieren a muchas comunicaciones divinas hechas a través
de visiones y aún de sueños. Los sueños, no siempre son sólo sueños.
La "carta del más allá" que se transcribe
seguidamente se refiere a la condenación eterna de una joven. A primera vista
parece una historia novelada. Pero considerando las circunstancias se llega a
la conclusión de que no deja de tener su fondo histórico, a partir de su
sentido moral y su alcance trascendental.
El original de esta carta fue encontrado entre los papeles de
una religiosa fallecida, amiga de la joven condenada. Allí cuenta la monja los
acontecimientos de la vida de su compañera como si fueran hechos conocidos y
verificados, así como su condenación eterna comunicada en un sueño.
La Curia diocesana de Treves (Alemania)autorizó su
publicación como lectura sumamente instructiva.
La "carta del más allá" apareció por primera vez en un libro de revelaciones y
profecías, junto con otras narraciones. Fue el Rvdo. Padre Bernhardin Krempel
C.P., doctor en teología, quien la publicó por separado y le confirió mayor
autoridad al encargarse de probar, en las notas, la absoluta concordancia de la
misma con la doctrina católica.
Entre los manuscritos dejados en su convento por una
religiosa, que en el mundo se llamó Clara, se encontró el siguiente testimonio:
*El relato de Clara*
Tuve una amiga, Anita. Es decir, éramos muy próximas por ser
vecinas y compañeras de trabajo en la misma oficina M. Más tarde, Ani se casó y
no volví a verla. Desde que nos conocimos, había entre nosotras, en el fondo,
más amabilidad que propiamente amistad. Por eso, sentí muy poco su ausencia
cuando, después de su casamiento, ella fue a vivir al barrio elegante de las
villas, lejos del mío.
Durante mis vacaciones en el Lago de Garda (Italia), en
septiembre de 1937, recibí una carta de mi madre en la que me decía:
"Anita N murió en un accidente automovilístico. La sepultaron ayer en Wald
Friendhof". Me impresioné mucho con la noticia. Sabía que mi amiga no
había sido propiamente religiosa. ¿Estaría preparada para presentarse ante
Dios? ¿En qué estado la habría encontrado su muerte súbita? Al día siguiente
escuché misa, comulgué por la intención de Anita, en la casa del pensionado de
las hermanas, donde estaba viviendo. Rezaba fervorosamente por su eterno
descanso, y por esta misma intención ofrecí la Santa Comunión.
Durante todo el día percibí un cierto malestar, que fue
aumentando por la tarde. Dormí inquieta. Me desperté de improviso, escuchando
algo así como una sacudida en la puerta del cuarto. Encendí la luz. El reloj
indicaba las doce y diez minutos. Nada. Tampoco ruidos. Tan solo las olas del
Lago de Garda golpeando monótonas contra el muro del jardín del pensionado. No
había viento. Yo conservaba la impresión de que al despertar encontraría,
además de los golpes de la puerta, un ruido de brisa o viento, parecido al que
producía mi jefe de la oficina, cuando de mal humor tiraba sobre mi escritorio
una carta que lo molestaba. Reflexioné un instante si debía levantarme. ¡No!
Todo no es más que sugestión, me dije. Mi fantasía está sobresaltada por la noticia
de la muerte. Me di vuelta en la cama, recé algunos Padrenuestros por las
ánimas y me dormí de nuevo.
Soñé entonces que me levantaba de mañana, a las 6, yendo a la
capilla. Al abrir la puerta del cuarto, me encontré con una cantidad de hojas
de carta. Levantarlas, reconocer la letra de Anita y dar un grito, fue cosa de
un segundo. Temblando, las sostuve en mis manos. Confieso que quedé tan
aterrorizada que no pude rezar. Apenas respiraba. Nada mejor que huir de allí,
salir al aire libre. Me arreglé rápidamente, puse la carta dentro de mi cartera
y salí en seguida. Subí por el tortuoso camino, entre olivos, laureles y
quintas de la villa, más allá del conocido camino gardesano.
La mañana aparecía radiante. En los días anteriores, yo me
detenía cada cien pasos, maravillada por la vista que ofrecían el lago y la
Isla de Garda. El suavísimo azul del agua me refrescaba; como una niña que mira
admirada a su abuelo, así contemplaba, extasiada, al ceniciento monte Baldo,
que se levanta en la orilla opuesta del lago, hasta los 2.200 metros de altura.
Ese día no tenía ojos para todo eso. Después de caminar un cuarto de hora, me
dejé caer maquinalmente sobre un banco ubicado entre dos cipreses, donde la
víspera había leído con placer "La doncella Teresa". Por primera vez
veía en los cipreses el símbolo de la muerte, algo en lo que antes no había
pensado.
Tomé la carta. No tenía firma. Sin la menor duda, estaba
escrita por Ani. No faltaba la gran "s", ni la "t"
francesa, a la que se había acostumbrado en la oficina, para irritar al Sr. G.
No era su estilo. Por lo menos, no era así como hablaba de costumbre. Lo
habitual en ella era la conversación amable, la risa, subrayada por los ojos
azules y su graciosa nariz...Sólo cuando discutíamos asuntos religiosos se volvía
mordaz y caía en el tono rudo de la carta. Yo misma me siento envuelta por su
excitada cadencia. Hela aquí, la Carta del Más Allá de Anita N., palabra por
palabra, tal como la leí en el sueño:
*La Carta*
CLARA, NO RECES POR MÍ, ESTOY CONDENADA. Si te doy este aviso
- es más, voy a hablarte largamente sobre esto - no creas que lo hago por
amistad. Quienes estamos aquí ya no amamos a nadie. Lo hago como obligada. Es
parte de la obra "de esa potencia que siempre quiere el mal y realiza el
bien". En realidad, me gustaría verte aquí, adonde llegué para siempre. No
te extrañes de mis intenciones. Aquí, todos pensamos así. Nuestra voluntad está
petrificada en el mal, es decir, en aquello que ustedes consideran
"mal". Aún cuando pueda hacer algo "bien" (como yo lo hago
ahora, abriéndote los ojos ante el infierno), no lo hago con recta intención.
¿Recuerdas? Hace cuatro años que nos conocimos, en M. Tenías
23 años y ya trabajabas en el escritorio desde seis meses antes, cuando yo
ingresé. Varias veces me sacaste de apuros. Con frecuencia me dabas buenos
avisos que a mí, principiante, me venían muy bien. Pero, ¿qué es
"bueno"? Yo ponderaba, en aquel entonces, tu "caridad".
Ridículo... Tus ayudas eran pura ostentación, algo que desde entonces
sospechaba.
Aquí, no reconocemos bien alguno en absolutamente nadie. Pero
ya que conociste mi juventud, es el momento de llenar algunas lagunas. De
acuerdo con los planes de mis padres, yo nunca tendría que haber existido. Por
un descuido se produjo la desgracia de mi concepción. Mis hermanas tenían 14 y
16 años cuando vine al mundo.
¡Ojalá no hubiera nacido! Ojalá pudiera ahora aniquilarme,
huir de estos tormentos! No hay placer comparable al de acabar mi existencia,
así como se reduce a cenizas un vestido, sin dejar vestigios. Pero es necesario
que exista. Es preciso que yo sea tal como me he hecho: con el fracaso total de
la finalidad de mi existencia.
Cuando mis padres, entonces solteros, se mudaron del campo a
la ciudad, perdieron el contacto con la Iglesia. Era mejor así. Mantenían
relaciones con personas desvinculadas de la religión. Se conocieron en un
baile, y se vieron "obligados" a casarse seis meses después. En la
ceremonia nupcial, recibieron solo unas gotas de agua bendita, las suficientes
para atraer a mamá a la misa dominical unas pocas veces al año . Ella nunca me
enseñó verdaderamente a rezar. Todo su esfuerzo se agotaba en los trabajos cotidianos
de la casa, aunque nuestra situación no era mala. Palabras como rezar, misa,
agua bendita, iglesia, sólo puedo escribirlas con íntima repugnancia, con
incomparable repulsión. Detesto profundamente a quienes van a la Iglesia y, en
general, a todos los hombres y a todas las cosas. Todo es tormento. Cada
conocimiento recibido, cada recuerdo de la vida y de lo que sabemos, se
convierte en una llama incandescente.
Y todos estos recuerdos nos muestran las oportunidades en que
despreciamos una gracia. ¡Cómo me atormenta esto! No comemos, no dormimos, no
andamos sobre nuestros pies. Espiritualmente encadenados, los réprobos
contemplamos desesperados nuestra vida fracasada, aullando y rechinando los
dientes, atormentados y llenos de odio. ¿Entiendes? Aquí bebemos el odio como
si fuera agua. Nos odiamos unos a otros. Más que a nada, odiamos a Dios.
Quiero que lo comprendas. Los bienaventurados en el cielo
deben amar a Dios, porque lo ven sin velos, en su deslumbrante belleza. Esto
los hace indescriptiblemente felices. Nosotros lo sabemos, y este conocimiento
nos enfurece. Los hombres, en la tierra, que conocen a Dios por la Creación y
por la Revelación, pueden amarlo. Pero no están obligados a hacerlo.
El creyente - te lo digo furiosa - que contempla, meditando,
a Cristo con los brazos abiertos sobre la cruz, terminará por amarlo. Pero el
alma a la que Dios se acerca fulminante, como vengador y justiciero porque un
día fue repudiado, como ocurrió con nosotros, ésta no podrá sino odiarlo, como
nosotros lo odiamos. Lo odia con todo el ímpetu de su mala voluntad. Lo odia
eternamente, a causa de la deliberada resolución de apartarse de Dios con la
que terminó su vida terrenal. Nosotros no podemos revocar esta perversa
voluntad, ni jamás querríamos hacerlo.
¿Comprendes ahora por qué el infierno dura eternamente?
Porque nuestra obstinación nunca se derrite, nunca termina. Y contra mi
voluntad agrego que Dios es misericordioso, aún con nosotros. Digo "contra
mi voluntad" porque, aunque diga estas cosas voluntariamente, no se me
permite mentir, que es lo que querría. Dejo muchas informaciones en el papel
contra mis deseos. Debo también estrangular la avalancha de palabrotas que
querría vomitar. Dios fue misericordioso con nosotros porque no permitió que
derramáramos sobre la tierra el mal que hubiéramos querido hacer. Si nos lo
hubiera permitido, habríamos aumentado mucho nuestra culpa y castigo. Nos hizo
morir antes de tiempo, como hizo conmigo, o hizo que intervinieran causas
atenuantes.
Dios es misericordioso, porque no nos obliga a aproximarnos a
El más de lo que estamos, en este remoto lugar infernal. Eso disminuye el
tormento. Cada paso más cerca de Dios me causaría una aflicción mayor que la
que te produciría un paso más rumbo a una hoguera.
Te desagradé un día al contarte, durante un paseo, lo que
dijo mi padre pocos días antes de mi comunión: "Alégrate, Anita, por el
vestido nuevo; el resto no es más que una burla". Casi me avergüenzo de tu
desagrado. Ahora me río. Lo único razonable de toda aquella comedia era que se
permitiera comulgar a los niños a los doce años. Yo ya estaba, en aquel
entonces, bastante poseída por el placer del mundo. Sin escrúpulos, dejaba a un
lado las cosas religiosas. No tomé en serio la comunión. La nueva costumbre de
permitir a los niños que reciban su primera comunión a los 7 años nos produce
furor. Empleamos todos los medios para burlarnos de esto, haciendo creer que
para comulgar debe haber comprensión. Es necesario que los niños hayan cometido
algunos pecados mortales. La blanca Hostia será menos perjudicial entonces, que
si la recibe cuando la fe, la esperanza y el amor, frutos del bautismo - escupo
sobre todo esto - todavía están vivos en el corazón del niño.
¿Te acuerdas que yo pensaba así cuando estaba en la tierra?
Vuelvo a mi padre. Peleaba mucho con mamá. Pocas veces te lo dije, porque me
avergonzaba. Qué cosa ridícula la vergüenza! Aquí, todo es lo mismo. Mis padres
ya no dormían en el mismo cuarto. Yo dormía con mamá, papá lo hacía en el
cuarto contiguo, donde podía volver a cualquier hora de la noche. Bebía mucho y
se gastó nuestra fortuna. Mis hermanas estaban empleadas, decían que
necesitaban su propio dinero. Mamá comenzó a trabajar. Durante el último año de
su vida, papá la golpeó muchas veces, cuando ella no quería darle dinero.
Conmigo, él siempre fue amable. Un día te conté un capricho del que quedaste
escandalizada. ¿Y de qué no te escandalizaste de mí? Cuando devolví dos veces
un par de zapatos nuevos, porque la forma de los tacos no era bastante moderna.
En la noche en que papá murió, víctima de una apoplejía,
ocurrió algo que nunca te conté, por temor a una interpretación desagradable.
Hoy, sin embargo, debes saberlo. Es un hecho memorable: por primera vez, el
espíritu que me atormenta se acercó a mí. Yo dormía en el cuarto de mamá. Su
respiración regular revelaba un sueño profundo. Entonces, escuché pronunciar mi
nombre. Una voz desconocida murmuró: "¿Qué ocurrirá si muere tu
padre?"
Ya no lo quería a papá, desde que había empezado a maltratar
a mi madre. En realidad, no amaba absolutamente a nadie: sólo tenía gratitud
hacia algunas personas que eran bondadosas conmigo. El amor sin esperanza de
retribución en esta tierra solamente se encuentra en las almas que viven en
estado de gracia. No era ése mi caso. "Ciertamente, él no morirá", le
respondí al misterioso interlocutor. Tras una breve pausa, escuché la misma
pregunta. "El no va a morir!", repliqué con brusquedad. Por tercera
vez, me preguntaron: "Qué ocurrirá si muere tu padre?". Me representé
en ese momento en la imaginación el modo como mi padre volvía muchas veces:
medio ebrio, gritando, maltratando a mamá, avergonzándonos frente a los
vecinos. Entonces, respondí con rabia: "Bien, es lo que se merece. ¡Que
muera!". Después, todo quedó en silencio.
A la mañana siguiente, cuando mamá fue a ordenar el cuarto de
papá, encontró la puerta cerrada. Al mediodía, la abrieron por la fuerza. Papá,
semidesnudo, estaba muerto sobre la cama. Al ir a buscar cerveza al sótano,
debió sufrir una crisis mortal. Desde hacía tiempo que estaba enfermo.
(¿Habrá hecho depender Dios de la voluntad de su hija, con la
que el hombre fue bondadoso, la obtención de más tiempo y ocasión de
convertirse?).
Marta K. y tú me hicieron ingresar en la asociación de
jóvenes. Nunca te oculté que consideraba demasiado "parroquiales" las
instrucciones de las dos directoras, las señoritas X. Los juegos eran bastante
divertidos. Como sabes, llegué en poco tiempo a tener allí un papel
preponderante. Eso era lo que me gustaba. También me gustaban las excursiones.
Llegué a dejarme llegar algunas veces a confesar y comulgar. Para decir la
verdad, no tenía nada para confesar. Los pensamientos y las palabras no
significaban nada para mí. Y para acciones más groseras todavía no estaba
madura.
Un día me llamaste la atención: "Ana, si no rezas más,
te perderás". Realmente, yo rezaba muy poco, y ese poco siempre a
disgusto, de mala voluntad. Sin duda tenías razón. Los que arden en el infierno
o no rezaron, o rezaron poco. La oración es el primer paso para llegar a Dios.
Es el paso decisivo. Especialmente la oración a Aquella que es la madre de
Cristo, cuyo nombre no nos es lícito pronunciar. La devoción a Ella arranca
innumerables almas al demonio, almas a las que sus pecados las habrían lanzado
infaliblemente en sus manos.
Furiosa continúo, porque estoy obligada a hacerlo, aunque no
aguanto más de tanta rabia. Rezar es lo más fácil que se puede hacer en la
tierra. Y justamente de esto, que es facilísimo, Dios hace depender nuestra
salvación. Al que reza con perseverancia, paulatinamente Dios le da tanta luz,
y lo fortalece de tal modo, que hasta el más empedernido pecador puede
recuperarse, aunque se encuentre hundido en un pantano hasta el cuello. Durante
los últimos años de mi vida ya no rezaba más, privándome así de las gracias,
sin las que nadie se puede salvar.
Aquí, no recibimos ningún tipo de gracia. Aunque la
recibiéramos, la rechazaríamos con escarnio. Todas las vacilaciones de la
existencia terrenal terminaron en esta otra vida. En la tierra, el hombre puede
pasar del estado de pecado al estado de gracia. De la gracia, se puede caer al
pecado. Muchas veces caí por debilidad; pocas, por maldad. Con la muerte, cada
uno entra en un estado final, fijo e inalterable. A medida que se avanza en
edad, los cambios se hacen más difíciles. Es cierto que uno tiene tiempo hasta
la muerte para unirse a Dios o para darle las espaldas. Sin embargo, como si
estuviera arrastrado por una correntada, antes del tránsito final, con los
últimos restos de su voluntad debilitada, el hombre se comporta según las
costumbres de toda su vida.
El hábito, bueno o malo, se convierte en una segunda
naturaleza. Es ésta la que lo arrastra en el momento supremo. Así ocurrió
conmigo. Viví años enteros apartada de Dios. En consecuencia, en el último llamado
de la gracia, me decidí contra Dios. La fatalidad no fue haber pecado con
frecuencia, sino que no quise levantarme más. Muchas veces me invitaste para
que asistiera a las predicaciones o que leyera libros de piedad. Mis excusas
habituales eran la falta de tiempo. ¿Acaso podría querer aumentar mis dudas
interiores?Finalmente, tengo que dejar constancia de lo siguiente: al llegar a
este punto crítico, poco antes de salir de la "Asociación de
Jóvenes", me habría sido muy difícil cambiar de rumbo. Me sentía insegura
y desdichada. Pero frente a la conversión se levantaba una muralla.
No sospechaste que fuera tan grave. Creías que la solución
era tan simple, que un día me dijiste: "Tienes que hacer una buena
confesión, Ani, todo volverá a ser normal". Me daba cuenta que sería así.
Pero el mundo, el demonio y la carne, me retenían demasiado firme entre sus
garras. Nunca creí en la influencia del demonio. Ahora, doy testimonio de que
el demonio actúa poderosamente sobre las personas que están en las condiciones
en que yo me encontraba entonces. Sólo muchas oraciones, propias y ajenas, junto
con sacrificios y sufrimientos, podrían haberme rescatado. Y aún esto, poco a
poco.
Si bien hay pocos posesos corporales, son innumerables los
que están poseídos internamente por el demonio. El demonio no puede arrebatar
el libre albedrío de los que se abandonan a su influencia. Pero como castigo
por su casi total apostasía, Dios permite que el "maligno" se anide
en ellos. Yo también odio al demonio. Sin embargo, me gusta, porque trata de
arruinarlos a todos ustedes: él y sus secuaces, los ángeles que cayeron con él
desde el principio de los tiempos. Son millones, vagando por la tierra.
Innumerables como enjambres de moscas; ustedes no los perciben. A los réprobos
no nos incumbe tentar: eso les corresponde a los espíritus caídos.
Cada vez que arrastran una nueva alma al fondo del infierno,
aumentan aún más sus tormentos. Pero, ¡de qué no es capaz el odio! Aunque
andaba por caminos tortuosos, Dios me buscaba. Yo preparaba el camino para la
gracia, con actos de caridad natural, que hacía muchas veces por una
inclinación de mi temperamento. A veces, Dios me atraía a una Iglesia. Allí,
sentía una cierta nostalgia. Cuando cuidaba a mi madre enferma, a pesar de mi
trabajo en la oficina durante el día, haciendo un sacrificio de verdad, los
atractivos de Dios actuaban poderosamente. Una vez fue en la capilla del
hospital, adonde me llevaste durante el descanso del mediodía. Quedé tan
impresionada, que estuve sólo a un paso de mi conversión. Lloraba. Pero, en
seguida, llegaba el placer del mundo, derramándose como un torrente sobre la
gracia. Las espinas ahogaron el trigo. Con la explicación de que la religión es
sentimentalismo, como siempre se decía en la oficina, rechacé también esta
gracia, como todas las otras.
En otra ocasión, me llamaste la atención porque, en lugar de
una genuflexión hasta el piso, hice solamente una ligera inclinación con la
cabeza. Pensaste que eso lo hacía por pereza, sin sospechar que, ya entonces,
había dejado de creer en la presencia de Cristo en el Sacramento. Ahora creo,
aunque sólo materialmente, tal como se cree en la tempestad, cuyas señales y
efectos se perciben. En este interín, me había fabricado mi propia religión. Me
gustó la opinión generalizada en la oficina, de que después de la muerte el
alma volvería a este mundo en otro ser, reencarnándose sucesivamente, sin
llegar nunca al fin.
Con esto, estaba resuelto el angustiante problema del más
allá. Imaginé haberlo hecho inofensivo. ¿Por qué no me recordaste la parábola
del rico Epulón y del pobre Lázaro, en la que el narrador, Cristo, envió
después de la muerte a uno al infierno y al otro al Cielo? Pero, ¿qué habrías
conseguido? No mucho más de lo que conseguiste con todos tus otros discursos
beatos. Poco a poco me fui fabricando un dios: con atributos suficientes para
ser llamado así. Bastante lejos de mí, como para que no me obligara a tener
relaciones con él. Suficientemente confuso, como para poder transformarlo a mi
antojo. De este modo, sin cambiar de religión, yo podía imaginarlo como el dios
panteísta del mundo o pensarlo, poéticamente, como un dios solitario.
Este "dios" no tenía Cielo para premiarme, ni
infierno para asustarme. Yo lo dejaba en paz. En esto consistía mi culto de
adoración. Es fácil creer en lo que agrada. Con el transcurso de los años,
estaba bastante persuadida de mi religión. Se vivía bien así, sin molestias.
Sólo una cosa podría haber roto mi suficiencia: un dolor profundo y prolongado.
Pero este sufrimiento no llegó. ¿Comprendes ahora el significado de "Dios
castiga a aquellos que ama"? Durante un domingo de julio, la asociación de
Jóvenes organizaba un paseo de A. Me gustaban las excursiones, pero no los
discursos insípidos y demás beaterías. Otra imagen, muy diferente de la de
Nuestra Señora de las Gracias de A., estaba desde hacía poco en el altar de mi
corazón. Era el distinguido Max, del almacén de al lado. Ya habíamos conversado
entretenidos, varias veces. Justamente ese domingo me invitó a pasear. La otra,
con la que acostumbraba a salir, estaba enferma en el hospital.
El había comprendido que lo miraba mucho. Pero yo no pensaba
en casarme todavía. Su posición económica era muy buena, pero también demasiado
amable con todas las otras jovencitas. En aquel entonces yo quería un hombre
que me perteneciera exclusivamente, como única mujer. Siempre conservé una
cierta educación natural. (Eso es verdad. A pesar de su indiferencia religiosa,
Ani tenía algo noble en su persona. Me desconcierta que también las personas
"honestas" puedan caer en el infierno, si son deshonestas al huir del
encuentro con Dios).
En ese paseo, Max me colmó de amabilidades. Nuestras
conversaciones, es claro, no eran sobre la vida de los santos, como las de
ustedes. Al día siguiente, en la oficina, me reprendiste por no haber ido al
paseo de la Asociación. Cuando te conté mi diversión del domingo, tu primera
pregunta fue: "¿Escuchaste Misa?". ¡Tonta! ¿Cómo podríamos ir a Misa
si salimos a las 6 de la mañana? Me acuerdo que, muy exaltada, te dije:
"El buen Dios no es tan mezquino como lo son los curas". Ahora debo
confesar que Dios, a pesar de su infinita bondad, considera todo con más
seriedad que todos los sacerdotes juntos. Después de este primer paseo con Max,
fui solamente una vez más a la Asociación, en las fiestas de Navidad. Algunas
cosas me atraían. Pero en mi interior, ya me había separado de todas ustedes.
Los bailes, el cine, los paseos, continuaban. A veces
peleábamos con Max, pero yo sabía cómo retenerlo. Odié mucho a mi rival que, al
salir del hospital, se puso furiosa. En realidad, eso me favoreció. La calma distinguida
que yo mostraba produjo una gran impresión en Max, que se inclinó
definitivamente por mí. Conseguí encontrar la forma de denigrarla.
Me expresaba con calma: por fuera, realidades objetivas, por
dentro, vomitando hiel. Estos sentimientos y actitudes conducen rápidamente al
infierno. Son diabólicos, en el sentido estricto del término. ¿Por qué te
cuento todo esto? Para explicarte que así me aparté definitivamente de Dios. En
realidad, Max y yo no llegamos muchas veces al extremo de la familiaridad. Me
daba cuenta que me rebajaría a sus ojos si le concedía toda la libertad antes
de tiempo. Por eso, supe controlarme. Realmente, yo estaba siempre dispuesta
para todo lo que consideraba útil. Tenía que conquistar a Max. Para eso, ningún
precio era demasiado alto.
Nos fuimos amando poco a poco, porque ambos teníamos valiosas
cualidades que podíamos apreciar mutuamente. Yo era habilidosa, eficiente, de
trato agradable. Retuve a Max con firmeza y conseguí, al menos durante los
últimos meses antes del casamiento, ser la única que lo poseía. En eso
consistió mi apostasía, en hacer mi dios con una criatura. En ninguna otra cosa
puede realizarse más plenamente la apostasía como en el amor a una persona del
otro sexo, cuando ese amor se ahoga en la materia. Esto es su encanto, su
aguijón y su veneno. La "adoración" que tenía por Max se convirtió en
mi religión. En ese tiempo, en la oficina, yo arremetía virulentamente contra
los curas, los fieles, las indulgencias, los rosarios y demás estupideces.
Trataste de defender con una cierta inteligencia todo lo que
yo atacada, aunque quizás sin sospechar que en realidad el problema no estaba
en esas cosas. Lo que yo buscaba era un punto de apoyo. Todavía lo necesitaba
para justificar racionalmente mi apostasía. Estaba sublevada contra Dios. No te
dabas cuenta. Creías que todavía era católica. Por otra parte, yo quería ser
llamada así; inclusive pagaba la contribución para el culto. Porque un cierto
"reaseguro" nunca viene mal. Es posible que tus respuestas a veces
dieran en el blanco. Pero no me alcanzaban, porque no te concedía razón. A raíz
de estas relaciones sobre bases falsas, fue pequeño el dolor de nuestra
separación, con motivo de mi casamiento.
Antes de casarme, me confesé y comulgué una vez más. Era una
formalidad. Mi marido pensaba igual. Si era una formalidad, ¿por qué no
cumplirla? Ustedes dicen que una comunión así es "indigna". Bien,
después de esa comunión "indigna", logré un cierto sosiego en mi
conciencia. Esa comunión fue la última. Nuestra vida conyugal transcurría, en
general, en armonía. En casi todos los puntos teníamos la misma opinión.
También en esto: no queríamos cargar con hijos. En realidad, mi marido quería
tener uno, uno solo, naturalmente. Finalmente conseguí que él renunciara a ese
deseo. Lo que más me gustaba eran los vestidos, los muebles lujosos, las
reuniones mundanas, los paseos en automóvil y otras distracciones. Fue un año
de placer el que medió entre mi casamiento y mi muerte repentina.
Todos los domingos íbamos a pasear en auto o visitábamos a
los parientes de mi marido. Me avergonzaba de mi madre. Esos parientes se
destacaban en la vida social, igual que nosotros. Pero en mi interior, sin
embargo, nunca fui feliz. Había algo indeterminado que me corroía. Mi deseo era
que, al llegar la muerte - la que sin duda demoraría mucho todavía - todo
acabara. Ocurría tal como yo lo había escuchado de niña, durante una plática:
Dios recompensa en este mundo toda obra buena que se haga. Si no puede
premiarla en la otra vida, lo hace en la tierra. Inesperadamente, recibí una
herencia de la tía Lote. Mi marido tuvo la suerte de ver sus ingresos
notablemente aumentados. Así pude instalar, confortablemente, una casa nueva.
Mi religión estaba muriendo, como un resplandor crepuscular
en un firmamento lejano. Los bares de la ciudad, los hoteles y los restaurantes
por los que pasábamos en nuestros viajes, no nos acercaban a Dios. Todos los
que los frecuentaban vivían como nosotros: de fuera hacia adentro, no de dentro
hacia afuera. Si durante los viajes de vacaciones visitábamos una célebre
catedral, tratábamos de divertirnos con el valor artístico de sus obras primas.
Los sentimientos religiosos que irradiaban - especialmente las iglesias
medievales - yo los neutralizaba criticando circunstancias accesorias de un
hermano lego que nos guiaba, criticaba su negligencia en el aseo, criticaba el
comercio de los piadosos monjes que fabricaban y vendían licor, criticaba el
eterno repique de campanas llamando a los sagrados oficios, diciendo que el
único fin era ganar dinero...
Así era como conseguía apartar a la gracia, cada vez que me
llamaba. Especialmente descargaba mi mal humor frente a algunas pinturas de la
Edad Media representando al Infierno en libros, cementerios y otros lugares.
Allí el demonio asaba a las almas sobre fuego rojo o amarillo , mientras sus
compañeros, con largas colas, le traen más víctimas. Clara, el infierno puede
ser dibujado, pero nunca exagerado! Siempre me burlaba del fuego del infierno.
Acuérdate de una conversación durante la cual te puse un fósforo encendido bajo
la nariz, preguntándote: "¿Así huele?"
Apagaste en seguida la llama. Aquí nadie consigue hacerlo. Te
digo más: el fuego del que habla la Biblia no es el tormento de la consciencia.
Fuego es fuego! Debe ser interpretado al pie de la letra cuando Aquel dijo:
"Apartáos de mí, malditos, id al fuego eterno". Al pie de la letra!
¿Y cómo puede ser tocado un espíritu por el fuego material? Preguntarás. ¿Y
cómo puede sufrir tu alma, en la tierra, si pones el dedo sobre una llama?
Tampoco tu alma se quema, mientras tanto el dolor lo sufre todo el individuo.
Del mismo modo, nosotros estamos aquí espiritualmente presos al fuego de
nuestro ser y de nuestras facultades. Nuestra alma carece de la agilidad que le
sería natural; no podemos pensar ni querer lo que querríamos.
No te sorprendas de mis palabras. Es un misterio contrario a
las leyes de la naturaleza material: el fuego del infierno quema sin consumir.
Nuestro mayor tormento consiste en saber que nunca veremos a Dios. ¿Cómo puede
atormentarnos tanto esto, si en la tierra nos era indiferente? Mientras el
cuchillo está sobre la mesa, no te impresiona. Le ves el filo, pero no lo
sientes. Pero si el cuchillo entra en tus carnes, gritarás de dolor. Ahora,
sentimos la pérdida de Dios. Antes, sólo pensábamos en ella.
No todas las almas sufren igual. Cuanto mayor fue la maldad,
cuanto más frívolo y decidido, tanto más le pesa al condenado la pérdida de
Dios, tanto más lo sofoca la criatura de que abusó. Los católicos que se
condenan sufren más que los de otras religiones, porque recibieron y
desaprovecharon, por lo general, más luces y mayores gracias. Los que tuvieron
mayores conocimientos sufren más duramente que los que tuvieron menos. El que
pecó por maldad sufre más que el que cayó por debilidad. Pero ninguno sufre más
de lo que mereció. Oh, si esto no fuera verdad, tendría un motivo para odiar!
Un día me dijiste: nadie va al infierno sin saberlo. Eso le
habría sido revelado a una santa. Yo me reía, mientras me atrincheraba en esta
reflexión: "siendo así, siempre tendré tiempos suficiente para volver
atrás". Esta revelación es exacta. Antes de mi muerte repentina, es
verdad, no conocía al infierno tal como es. Ningún ser humano lo conoce. Pero
estaba perfectamente enterada de algo: "Si mueres, me decía, entrarás en
la eternidad como una flecha, directamente contra Dios; habrá que aguantar las
consecuencias". Como te dije, no volví atrás. Perseveré en la misma
dirección, arrastrada por la costumbre, con la que los hombres actúan cuanto
más envejecen.
Mi muerte ocurrió así: Hace una semana - digo según las
cuentas que llevan ustedes, porque si calculara por mis dolores, podría estar
ardiendo en el infierno desde hace diez años - mi marido y yo salimos en otra
excursión dominguera, que fue la última para mí. El día estaba radiante de sol.
Me sentía muy bien, como pocas veces. Sin embargo, me traspasaba un
presentimiento siniestro. Inesperadamente, en el viaje de regreso, mi marido y
yo fuimos enceguecidos por los faros de un automóvil que venía en sentido
contrario, a gran velocidad. Max perdió el control del vehículo. Jesús! Se
escapó de mis labios, no como oración sino como grito. Sentí un dolor
aplastante: comparado con el tormento actual, una bagatela. Después perdí el
sentido.
¡Qué extraño! Aquella misma mañana, sin explicación, había
surgido en mi mente este pensamiento. "Por una vez, podrías ir a
Misa". Era como una súplica. Un "¡no!" claro y decidido cortó el
curso de la idea. "Con esas cosas tengo que terminar
definitivamente". Es decir, asumí todas las consecuencias. Ahora las
soporto.
Lo que ocurrió después de mi muerte lo sabes. La suerte de mi
marido, de mi madre, lo que ocurrió con mi cadáver, mi entierro, lo sé por una
intuición natural que tenemos todos los que estamos aquí. Del resto de lo que
ocurre en el mundo poseemos un conocimiento confuso. Sabemos lo que se refiere
a nosotros. De este modo veo el lugar donde vives. Desperté de improviso en el
momento de mi muerte. Me encontré inundada por una luz ofuscante. Era el mismo
sitio donde había caído mi cadáver. Sucedió como en el teatro, cuando se apagan
las luces de la sala, sube el telón y aparece una escena trágicamente
iluminada. La escena de mi vida. Como en un espejo, mi alma se mostró a sí
misma. Vi las gracias despreciadas y pisoteadas, desde mi juventud hasta el
último "no" frente a Dios.
Me sentí como un asesino, al que llevan ante el tribunal para
ver a la víctima exánime. ¿Arrepentirme? ¡Nunca! ¿Avergonzarme? ¡Jamás!
Mientras tanto, no conseguía permanecer bajo la mirada de
Dios, a quien rechazaba. Sólo tenía una salida: la fuga. Así como Caín huyó del
cadáver de Abel, así mi alma se proyectó lejos de esta visión de horror.
Este era el Juicio particular.
Habló el invisible juez: "APÁRTATE DE MI". De
inmediato mi alma, como una sombra amarilla de azufre, se despeñó al lugar del
eterno tormento.
*Epílogo de Clara:*
Así terminó la carta de Anita sobre el Infierno. Las últimas
palabras eran casi ilegibles, tan torcidas estaban las letras. Cuando terminé
de leer la última línea, la carta se convirtió en cenizas. ¿Qué es lo que
escucho? En medio de los duros términos de las palabras que imaginaba haber
leído, resonó el dulce tañido de una campana. Me desperté de inmediato. Estaba
acostada en mi cuarto. La luz matinal entraba por la ventana. Las campanadas de
las Avemarías llegaban de la iglesia parroquial. ¿Todo había sido un sueño?
Nunca había sentido antes en el Angelus tanto consuelo como
después de ese sueño. Lentamente, fui rezando las oraciones. Entonces
comprendí: la bendita Madre del Señor quiere defenderte. Venera a María filialmente,
si no quieres tener el destino que te contó - aunque fuera en sueños - un alma
que jamás verá a Dios. Temblando todavía por la visión nocturna, me levanté, me
vestí con prisa y huí a la capilla de la casa. Mi corazón palpitaba con
violencia. Los huéspedes que estaban más cerca me miraban con preocupación.
Quizás pensaban que estaba agitada por correr escaleras abajo.
Una bondadosa señora de Budapest, un alma sacrificada,
pequeña como una niña, miope, aún fervorosa en el servicio de Dios, de gran penetración
espiritual, me dijo por la tarde en el jardín: "Señorita, Nuestro Señor no
quiere ser servido con excitación". Pero ella advertía que otra cosa me
había excitado y aún me preocupaba. Agregó, bondadosamente: "Nada te turbe
- conoces el aviso de Santa Teresa - nada te espante. Todo pasa. Quien a Dios
tiene, nada le falta. Sólo Dios basta". Mientras susurraba esto, sin
adoptar un aire magisterial, parecía estar leyendo mi alma.
"Sólo Dios basta". Sí, El ha de bastarme, en éste o
en el otro mundo. Quiero poseerlo allí un día, por más sacrificios que tenga
que hacer aquí para vencer. No quiero caer en el infierno.
El infierno es un dogma. Seguramente, el más terrible de todos. Tiene su
fundamento en las Sagradas Escrituras. Ver II a los
Tesalonicenses 1,9; Apocalipsis 14, 11 y 20, 10; estos
textos son irrefutables. De la conveniencia de ilustrar este dogma con un caso
particular, nos da ejemplo Nuestro Señor Jesucristo en la parábola del rico
Epulón y el pobre Lázaro.
"DIOS QUE TE CREÓ SIN TI, NO TE SALVARÁ SIN TI."
San Agustín