lunes, 21 de julio de 2014

CONTRA EL ANGELISMO HAGIOGRÁFICO

Imagen modificada por el autor de este blog


Una imagen deformada de la personalidad de los santos -más ligada a cierta iconografía de pasta flora que a la realidad- los imagina desgajados del mundo, con un talante seráfico y nebuloso, casi irreal, como si no fueran hombres de carne y hueso, y no hubiesen tenido que luchar con las mismas pasiones que el resto de los mortales.

Esa imagen lleva a considerar la santidad como algo dulzón y etéreo, que todo el mundo debe aplaudir, y se escandaliza ante los defectos de los santos, cuando precisamente lo que prueba su santidad es la lucha heroica de estos hombres y mujeres contra esos mismos defectos, soportando con caridad y paciencia, entre otras cosas, las incomprensiones de sus contemporáneos.

Algunos críticos de la personalidad de determinados santos parecen adolecer de un raro angelismo y de un desconocimiento de la naturaleza humana, y por tanto del concepto mismo de santidad. Quizá por esa razón han creído encontrar un obstáculo serio para la santidad al descubrir en sus vidas limitaciones de carácter claras y evidentes.

Conviene recordar las miserias patentes de los Apóstoles que relatan con crudeza las páginas del Evangelio: la infidelidad de Pedro; la irascibilidad de los hijos del Zebedeo; la incredulidad de Tomás; o la cobardía de todos, a la hora de la Cruz, salvo Juan.

Esas debilidades humanas no impidieron a los Apóstoles, tras el arrepentimiento, convertirse en columnas firmes de la Iglesia y, a la hora de la muerte, dar su vida heroicamente en el martirio.

Esto manifiesta que todas las imperfecciones humanas pueden ser purificadas por el amor total y pleno a Cristo, como se desprende del martirologio y del santoral. Un Agustín, o un Jerónimo Emiliano (dos ejemplos entre muchos de santos que no llevaron durante su juventud uan conducta edificante) no fueron santos por haber nacido confirmados en gracia -que no lo fueron-, sino por haber superado las tendencias más bajas de la naturaleza en las que habían caído.

Esa victoria sobre el hombre viejo hizo del libertino un Obispo santo y convirtió a aquel joven aristócrata del Renacimiento, arrogante, pendenciero, impetuoso, duelista y vanidoso, en un hombre virtuoso que la Iglesia elevó a los altares.

En su obra Los defectos de los Santos, Jesús Urteaga recuerda las conocidas miserias y limitaciones de los Apóstoles y algunos defectos de los santos.

Todos tuvieron que luchar con su carácter, con defectos que habitualmente constituían la otra cara de la moneda de una virtud sobresaliente. Santa Teresa de Lisieux fue admirable por su constancia, pero tuvo que superar algunas aristas de su terquedad natural; y san Alfonso María de Ligorio, maestro de moralistas, conservó siempre -genio y figura hasta la sepultura- aquel temperamento fogoso que le hacía exclamar a los ochenta años, mientras charlaba con un conocido: "Si hemos de discutir, dejemos que la mesa esté entre los dos; que yo tengo sangre en las venas."

Es obvio que los santos fueron hombres con defectos y que su vida no pudo ser ajena a las debilidades que todos los hombres poseen. Fueron hombres, no ángeles. No tiene sentido escandalizarse ante sus defectos y miserias. Un santo no es un superhombre o una supermujer, sino una persona con limitaciones, que se enamora profundamente de Jesucristo y que por eso llega a vivir heroicamente -fruto de ese amor y de la gracia de Dios- las virtudes cristianas a lo largo de su vida (en el caso de los mártires, es una persona capaz de dar la vida por Dios en un momento preciso). La clave de la santidad radica en el amor a Dios, no en la ausencia de defectos.

La grandeza de los santos no estuvo exenta de esas pequeñas manías, filias y fobias de las que adolece todo ser humano. Santa Ángela de la Cruz tuvo que luchar durante años por moderar aquel temperamento "volcánico, violento" que "saltaba a propósito de cualquier pretexto: pequeños traspiés con una compañera de trabajo y con la maestra, una displicencia de su hermano que está en casa, un descuido de su madre, que olvidó poner al fuego el puchero con agua para las sopas"'.
Santa Margarita María de Alacoque tardó en superar algunas manías, como su aversión al queso, nada menos que... ocho años.

Un tópico: la acusación de locura

Esto no quiere decir que todos los defectos que se han achacado a los santos sean reales. Algunos calumniadores se los han inventado o los han exagerado hasta tal punto que han convertido una pequeña verruga en un cáncer que daña toda la piel.

"El santo es más caricaturizable por sus adversarios que persona alguna" –afirmaba el Siervo de Dios Álvaro del Portillo, refiriéndose a determinadas críticas contra grandes fundadores, como san Francisco de Asís, santa Teresa de Jesús, san Juan Bosco o san Josemaría-. "Pueden convertir su mansedumbre en debilidad, o al revés, su energía vital o su celo de la casa de Dios en mal carácter, o su fe heroica en fanatismo" .

Algunos denigradores cargan tanto las tintas que los pintan como monstruos de maldad. Los extremos se tocan: esas "caricaturas de monstruos" son tan falsas como las que pintan a los santos guardando ayuno desde el el regazo materno.

Por lo que se refiere a la acusación de locura, Dios ha permitido que algunas almas egregias padecieran realmente esta enfermedad, como el padre de santa Teresa de Lisieux al final de su vida. Pero lo habitual es que los santos hayan sido acusados de "locura" por haber amado heroicamente a Dios o haber llevado a cabo empresas humanamente descabelladas aunque lógicas desde una perspectiva espiritual.

"Es una locura" -exclamó la señora de la Corbiniére, esposa de un alto funcionario de Rennes, al ver los proyectos de Juana Jugan y calcular sus recursos. Desde un punto de vista meramente económico la Sra. Corbiniére tenía toda la razón. Y a san Juan de Dios, tras su conversión, no sólo le consideraron loco: lo llegaron a encerrar en un manicomio.

Santa Rafaela

A santa Rafaela María de Porras, Fundadora de las Esclavas del Sagrado Corazón, algunas religiosas de su Congregación la quitaron del gobierno y relegaron con la falsa excusa de que estaba loca. "Fue dejada totalmente al margen -declaró en su Proceso de Beatificación la M. Matilde Erice-, olvidada y a veces tratada con poca consideración.

Basta decir que algunas religiosas profesas (y hago notar que entre nosotras no se llega a la profesión perpetua sino después de cinco y a veces hasta siete años de permanencia en el Instituto) ignoraban ordinariamente incluso que existiese la M. Sagrado Corazón".

Se hizo creer a todos que estaba loca y como afirma su biógrafo, "en los procesos de Beatificación había de ser ésta una de las cuestiones más difíciles de resolver. Del estudio atento de todos los datos, realizado en primer lugar por el Padre Bidagor y luego por una comisión especial, resultó la conclusión no sólo de la virtud extraordinaria de la M. Sagrado Corazón, sino de su perfecto equilibrio mental" .

La insidia llegó a tal punto que su director espiritual, el jesuita P. Marchetti, que ignoraba que fuese la Fundadora, estaba firmemente convencido de su desequilibrio, ya que la Santa le decía que le abrían sus escritos de conciencia -cosa que sucedía realmente- y el religioso consideraba aquello fruto de una obsesión.

Contra toda lógica, ni siquiera en el Proceso de Beatificación se retractó el P. Marchetti de su opinión sobre el estado psíquico de la Fundadora, aunque reconociera en ella la heroicidad de virtudes.

"Lo de menos era llamarme loca"

Hubo un dicho tristemente célebre en el Madrid de mediados del siglo xix: "la loca de Micaela". Aún puede escucharse, como frase del argot popular, en algún ambientes.

Lo popularizó en los ambientes cortesanos el Duque de Pinohermoso, que no entendía la empresa disparatada, vista desde una perspectiva puramente humana, que había acometido su prima la Vizcondesa de Jorbalán, Fundadora de las Adoratrices: redimir a mujeres descarriadas.

No le cabía en la cabeza que una mujer de la nobleza española, rica y acomodada, pudiera dedicarse a esas tareas hasta llegar al extremo de endeudarse económicamente y convertirse en el hazmerreír de todos sus antiguos amigos de la Corte. Aquello, en la mentalidad del Duque, no podía ser sino desazón, desequilibrio, rareza, locura.

Y otros muchos contemporáneos -que mudaron luego de opinión- la juzgaban del mismo modo. "Tú te quieres hacer célebre a lo tonto", le decían sus amigas; unos pensaban "que obraba por manía" y otros se creían en el deber de ponerle los pies en el suelo, como el Marqués de Arenal, que le dijo a la Fundadora cuando fue a visitarle al Ministerio:

"-¿Es posible que haya usted perdido la cabeza? ¿Está usted loca? Déjese de tonterías. Tiene usted a su familia y amigos desolados" .

No exageraba. comentaba una Adoratriz, Catalina de Cristo, en su Proceso de Beatificación, que "sufrió la Venerable muchas contradicciones por razón de su Instituto u Obra por ella fundada, ya de parte de su familia, ya de otras personas amigas y conocidas que consideraban esta empresa como descabellada, creyendo imposible la conversión y permanencia de las jóvenes que son el objeto principal del Instituto y hasta se avergonzaban de la Obra como de una cosa mala y de ninguna duración.

”El P. Carasa obligó a la Venerable a ir en coche por Madrid para evitar que cuantas personas conocidas la encontraban por la calle la arguyesen e increpasen contra su plan.

Opinaban lo mismo algunos de sus confesores. Recuerda un testigo del hecho: "Oí decir al P. Labarta de la Compañía de Jesús, confesor que fue de la Venerable, que el Instituto fundado por ésta era una fervoreta procedente del deseo que tenía de gastar su dinero en cosas buenas".

En los ambientes palaciegos, que la habían conocido con sus mejores galas, se reían de ella cuando la veían aparecer -"mirad, mirad la loca"- con sus alpargatas blancas y su vestido de estameña. Un diálogo entre la Reina Isabel IIy su camarera mayor, pone de manifiesto aquel ambiente.

"-¿No es amiga tuya la de Jorbalán?
-Sí, señora.
-¿Y cómo se volvió loca?
-¿Qué? Señora, no está loca.
-Pues sus parientes lo dicen.
-Es, señora, que se ha dedicado a salvar mujeres de mal vivir y es a disgusto de sus hermanos y parientes, y la llaman loca por esto, pero está muy cuerda y es muy buena"

Con el tiempo, la acusación se hizo tan habitual que cuando la Santa iba a pedir dinero para el mantenimiento de sus colegios, “lo de menos -contaba- era llamarme loca"

¡De prisa! ¡Al manicomio!

San Juan Bosco tuvo que sufrir situaciones parecidas. Refiere el Santo en sus Memorias del Oratorio, hablando de sí mismo en tercera persona, que, en noviembre de 1845, cuando comenzó sus primeras escuelas nocturnas, "se propagaron habladurías muy extrañas. Unos calificaban a don Bosco de revolucionario, otros lo tomaban por loco o hereje. Pensaban así: el Oratorio lo que hace es alejar a los chicos de las parroquias; por consiguiente, el párroco se encontrará con la iglesia vacía y no podrá conocer a unos chicos de quienes habrá de dar cuenta a Dios".

De poco les servía a sus detractores las explicaciones de don Bosco, que les recordaba que aquellos chicos eran de fuera, y no tenían párroco ni parroquia. La marquesa de Barolo, antes de despedirle de su pequeño hospital, también hizo mención a su supuesta locura; y la murmuración llegó a tal punto que dos teólogos amigos suyos, Vicente Ponzati y Luis Nasi, llevados por la caridad hacia el santo -estaban convencidos de su enfermedad-, intentaron encerrarle en un manicomio.

Aquel intento de encerramiento en el psiquiátrico tuvo visos cómicos: "Me di cuenta entonces de su juego -escribe don Bosco-, y, sin darme por enterado, les acompañé hasta el carruaje. Insistí en que entraran ellos los primeros a tomar asiento. Y cuando lo hicieron cerré de golpe la portezuela y grité al cochero:
-¡De prisa! ¡Al galope! ¡Al manicomio, en donde aguardan a estos dos curas!" .
¡Ese es un loco!

También aludieron a la locura algunos conocidos de san Josemaría Escrivá cuando éste comenzó su primera labor apostólica: la Academia DYA. Era una academia con clases para estudiantes de Derecho y Arquitectura, que luego se amplió y se convirtió en Residencia Universitaria.

Desde el punto de vista meramente humano aquello tenía visos de locura: y el Santo, que confiaba sobre todo en la Providencia divina, en cuanto la Residencia comenzó a funcionar, empezó a verse ahogado por las dificultades y las deudas.

En vez de apurarse, abordó aquella situación con fe y confianza en Dios. Un conocido suyo comentó que todo aquello era como tirarse desde una gran altura sin paracaídas: una empresa de locos. Algunos lo decían en voz alta por los corrillos del Seminario: "¡ése es un loco!".

Esa acusación le acompañaría durante parte de su vida. Durante sus viajes de catequesis por Suramérica un muchacho brasileño le preguntó en Sáo Paulo por el sentido de unas palabras recogidas en Camino en las que comparaba la vocación a la locura.

"¿No has visto nunca nadie que esté loco? ¡Mírame a mí! Hace muchos años decían de mí: ¡está loco! Tenían razón. Yo nunca he dicho que no estaba loco. Estoy loquito perdido, pero de amor de Dios.

"Los santos se parecen todos a Cristo -escribe Douillet- y sin embargo cada uno de ellos tiene fisonomía propia". En su libro Los santos también son hombres, Bargellini destaca la cualidad característica de algunos santos: elogia el optimismo de san Vicente de Paúl, la tenacidad de san Juan Bosco, la sencillez de san Pío X, la generosidad de san Camilo de Lelis, el valor de san Ignacio de Loyola, la prudencia de santo Tomás Moro, la sabiduría de San Benito...

Sin detenernos a considerar el acierto en la calificación de uno y otro santo, lo que pone de relieve el estudio de Bargellini es que la santidad es "amplia" y difícilmente encasillable en esquemas demasiado estrechos. No hay un modelo unívoco de santidad, salvo la imitación a Jesucristo.

Esa imitación puede revestir formas muy diversas, tanta como temperamentos humanos. Piénsese, por ejemplo, en el contraste que ofrecen la figura de un San Jerónimo comparada con Santa Teresita de Lisieux. Sin embargo, de una lectura de las páginas de la historia de la Iglesia, se desprende que, junto a numerosos santos y santas de talante apacible, han abundado los santos de temperamento tendente a la fogosidad, de modo especial entre los fundadores.

Esa fogosidad hace que algunos de esos hombres y mujeres –hombres y mujeres de carácter vibrante y recio- experimentaran durante su vida cierta tendencia -en algunos casos notable- hacia la irascibilidad.

El ejemplo más elocuente es el de un santo que ha pasado a la historia de la Iglesia paradójicamente -y esto constituye también una manifestación de la victoria admirable de la gracia sobre los defectos del propio carácter-, como el prototipo de la amabilidad y de la dulzura en el trato: san Francisco de Sales.
"A la menor palabra la sangre le venía al rostro" -recuerdan sus biógrafos-. Y sentía, como confesaría en diversas ocasiones, "erguirse la cólera en mi ánimo como el agua en el fuego".

El temperamento tempetuoso de algunos santos ha sido fuente de algunas incomprensiones, especialmente por los que conciben la santidad como desgajada de las emociones humanas. Las almas de los santos no se parecen, como afirma Roche, al "Mar Muerto, cuyas aguas no riza nunca el soplo de la brisa y en el que la vida no agita las pesadas aguas. Se asemejan más bien al lago de Genesaret, encrespado por fuertes tormentas y en calma solamente a la voz del Maestro".

"Tuvieron flaquezas y tentaciones, y defectos también. (...) Los defectos de Santa Gertrudis -escribe Roche- eran tan notorios que Santa Matilde preguntaba a Nuestro Señor cómo podía amarla tanto. San Francisco de Asis `que puso siempre gran atención en no ser hipócrita a los ojos de Dios', no hizo secreto de sus tentaciones de vanagloria y confesó a sus hermanos que sintió siempre un movimiento de vanidad cada vez que hacía limosna.

”Esta sencillez y franqueza es, en realidad, una de las mejores notas de los siervos de Dios y la prueba de que jamás fingieran".

San Jerónimo, el "dálmata semibárbaro"

En las cartas de San Jerónimo se revela un temperamento ardiente, casi violento, que, como atestiguaban sus mejores amigos, podía explotar en cualquier instante.

"Esas cartas son un vivo retrato -escribe Pérez de Urbel-, son él mismo, amable, admirable y magnífico aun en medio de sus asperezas, de sus susceptibilidades y de sus terribles cóleras. A veces nos hace arrugar el entrecejo, como le pasaba a su amigo Marcelo, o nos sonreímos con aquella sonrisa que debía dibujarse en los labios de San Agustín cuando recibía sus cartas; pero, indulgentes con estos arrebatos del dálmata semibárbaro, nos sentimos conquistados por la violencia de aquel gran corazón, por la fuerza de aquel carácter de hierro, por la austeridad y sinceridad de aquella vida".

"Realmente -escribe Roche- San Jerónimo reprimía o disimulaba mal sus simpatías y antipatías. Su corazón podía con frecuencia más que la razón y hasta más que sus buenos propósitos. Era un péndulo que iba de un extremo a otro".

Sin embargo,guardaba también la riqueza de matices propia de las almas grandes y muy especialmente de las almas santas. Y una vez reprimido el hervor natural de su temperamento, era capaz de escribir a santa Paula con estas palabras cariñosas referidas a su nieta: "Si me la enviáis, seré para ella tutor y niñera. La llevaré en mis brazos, aunque soy viejo, y juntos charlaremos de cosas de niños, más orgulloso de mi ocupación de lo que jamás Aristóteles lo fue de la suya" .

Este rasgo de ternura en una personalidad como la de san Jerónimo nos muestra la falsedad de algunas hagiografías excesivamente devotas y la exageración de muchas denigraciones exaltadas, que acaban mutilando, en su aversión o en su malentendido fervor, la complejidad humana y espiritual de los santos.

La rica personalidad de los hombres y las mujeres de Dios no puede reducirse a esa linea puramente ascendente, casi inhumana, de algunos relatos piadosos, que rozan con la fantasía. En ellos, la lucha ascética, el esfuerzo, los altos y los bajos parecen estar ausentes.

De la lengua de santa Catalina a las bromas de san Felipe

Dios no dotó a santa Catalina de Siena de un carácter precisamente débil. Su personalidad es paradójica, como la de todos los santos -es la paradoja cristiana-: era una mujer joven, firme, tenaz, irreductiblemente segura en Dios y con una gran desconfianza en sí misma; frágil y fuerte al mismo tiempo; ardiente, intuitiva y vehemente; recia, sin perder la femineidad; espontánea, sencilla y directa en el trato: "así como sois hombre en el prometer que queréis hacer y sufrir por la gloria de Dios -le decía al Beato Raimundo-, no me seáis luego mujer a la hora de la verdad".

Sus cartas reflejan su temperamento ardoroso y decidido, cuyos extremos lingüísticos pueden escandalizar a algún lector contemporáneo poco avisado. En las cartas que escribió al Papa, al que llamaba "el dulce Cristo en la tierra" sobresale tanto su amor al Romano Pontífice como una franqueza y una sinceridad casi salvaje, fruto de esa libertad de espíritu propia de las almas santas.

Realmente, necesitó de esa fortaleza para ser instrumento de la renovación de la Iglesia de su época; por esa razón, como recuerda Roche, no debe sorprendernos que esta mujer joven se atreva a decirle al Cardenal Legado que debe portarse como un hombre y no como un cobarde; y que zarandee y despierte a su director espiritual cuando se quede dormido, diciéndole, con toda la fuerza de su genio: "¿Es que estoy hablando con vos o con la pared?"

Tampoco santa Teresa fue una mujer pusilánime. "Era impetuosa y viva –afirma Roche- pero al mismo tiempo, fría, calculadora y práctica; era sencilla y a la vez extremadamente astuta; capaz de entregar a los pobres cuanto quisiesen y, sin embargo, ¡ay! del comerciante que intentase lucrarse con alguna trampa a expensas del convento; era proclive a la indignación y a las antipatías naturales, hasta el punto de que cuando la Priora Beatriz se hallaba en desgracia, no podía soportar que se mencionase su nombre y, no obstante, poseía un temperamento dedo más afectuoso y juguetón".

"¿Piensa mi padre -escribe al Padre Gracián- que para las casas que yo he fundado, que me acomodado a pocas cosas que no quisiera?"; intransigente en otras ocasiones; profunda y divertida al mismo tiempo. "Como no soy tan letrera como ella -escribe refiriéndose a una monja-, no sé qué son los asirios". Es capaz de referir una gran contradicción espiritual con gran serenidad y de espantarse -mujer al fin- por una menudencia: "¡Oh, mi padre, qué desastre me acaeció!, que estando en una parva, que no pensamos teníamos poco, cabe una venta que no se podía estar en ella, entráseme una gran salamanquesa o lagartija entre la túnica y la carne en el brazo, y fue misericordia de Dios no ser en otra parte, que creo me muriera".

Santo Tomás Moro le confesaba a su mujer el miedo que experimentaba ante el dolor, pero a la hora del martirio bromeó con su verdugo en el patíbulo. Cuando se le quedó prendida la barba entre la garganta y el madero le dijo: "Por favor, déjame que pase la barba por encima del tajo, no sea que la cortes".

Todos los santos han tenido que luchar, de un modo o de otro contra algún defectos de su carácter. San Vicente de Paúl tuvo que enfrentarse contra aquel "humor negro, melancólico y huraño", que tanto le preocupaba. El ejemplo de su amigo san Francisco de Sales, que luchó durante toda su vida para dominar su carácter, le ayudó mucho en este punto, como relató en la declaración para su Proceso de Canonización: "Yo mismo –testimoniaba- fui testigo de vista de cómo moderó y pacificó las pasiones del alma" .

"Si éste pudo dominarse -pensó-, ¿por qué no he de poder hacerlo yo?" Y empezó a pedirle a Dios "insistentemente que me cambiara aquel humor seco y repelente y que me diera un carácter dulce y benigno, y, por la gracia de Nuestro Señor, mi atención en reprimir los hervores de la naturaleza me ha librado en cierta medida de este negro humor" .

Los que le rodeaban se quedaron asombrados de este cambio, especialmente a partir de los Ejercicios de 1621. Una religiosa, Margarita de Silly, llegó a decir por aquel tiempo que hubiera sido el hombre de carácter más apacible de su tiempo "de no haber existido San Francisco de Sales".

A otros santos, como al beato Juan XXIII, Dios le concedió una naturaleza apacible y cordial. Escribía: "sobre todo estoy agradecido al Señor por el temperamento que me ha concedido y que me preserva de inquietudes y aturdimientos molestos". Años más tarde, anotó:

"Reflexionando sobre mí y sobre las múltiples vicisitudes de mi humilde vida, debo reconocer que el Señor me ha dispensado, hasta ahora, de esas tribulaciones que a muchas almas hacen difícil, e ingrato el servicio de la verdad, de la justicia, de la caridad".

En el santoral se encuentran los caracteres más diversos: san Vicente Ferrer es intrépido, brillante; san Atanasio posee una oratoria arrebatada; san Basilio, contenida y disciplinada. Más cercanos a nuestros días, san Giuseppe Moscati, un médico italiano fallecido en 1927, es un hombre sereno y más bien serio; la beata Ángela Salawa, una empleada del hogar polaca, sencilla y profunda; y el beato Pier Giorgio Frassati es un joven bromista, simpático y divertido.

De todas formas, todas estas caracterizaciones son simples, insuficientes. La gracia ilumina las almas de estos hombres y mujeres como un caleidoscopio y le da matices insospechados y diferentes. "La psicología de los santos nos desconcierta con frecuencia -escribe Pérez de Urbel-; lo divino y lo humano se mezcla en ellos de una manera tan misteriosa, que para los que les contemplamos desde nuestra pobre y triste realidad, resultan verdaderos enigmas".

El amor a Dios de los santos hace que sus reacciones nos desconcierten a veces: cuando le dijeron a santa Micaela, audaz y valiente como pocas,que habían profanado un sagrario en una ciudad de España, prorrumpió a llorar de tal modo que "no habría llorado más por la muerte de una persona de su propia familia".

San Josemaría, que soportó con entereza contradicciones y calumnias, lloró también al enterarse de que en una ocasión unas mujeres del Opus Dei, agobiadas por el trabajo, habían postergado la oración y el trato con Dios.

Esta sensibilidad hacia lo divino no puede juzgarse desde la tosquedad de la mediocridad espiritual: resulta incomprensible. Juzgar la vida de un hombre santo sin poseer una visión sobrenatural es, en gran medida, como querer interpretar el lenguaje de los ciegos sin conocer el Braille. Falta la gran clave de intepretación.

Tan incomprensible como las pruebas desconcertantes que sufren a veces los santos: sorprende ver a un san Alfonso María de Ligorio, maestro de moralistas, luchar con los escrúpulos al final de su vida; e impresionan, por su radicalidad, las reacciones de un san Juan de Dios tras su conversión, fruto de su carácter "exaltado, imaginativo y soberanamente excitable"según sus biógrafos. Sólo una mirada y un análisis que comprenda lo sobrenatural puede atisbar la profundidad del alma del Santo, donde se conjugan de un modo insondable las debilidades propias de la naturaleza humana con la ayuda de la gracia divina y, donde -como sucede en todo corazón humano- se dan luchas y tentaciones.

"Dios permite las tentaciones -escribía santa Catalina de Siena- no para que seamos vencidos, sino vencedores; no confiando en nuestra humana naturaleza, sino en la ayuda divina".

Pocos santos ha habido tan divertidos en lo humano como san Felipe Neri, que aseguraba que "un espíritu alegre llega a la perfección con mayor rapidez que cualquier otro". Ni la incomprensión, fruto del ambiente hostil de la Reforma, que sufrió durante años, ni las dificultades que tuvo que superar, lograron enturbiar su alegría y su espíritu festivo, cuyos extremos no han encontrado parangón.

Pero no son éstos, con frecuencia, los aspectos más conocidos de los santos. Quizá porque los hagiógrafos se han detenido fundamentalmente en los aspectos "excelsos" de sus vidas y algunos lectores hayan olvidado que la santidad se hace efectiva precisamente en las pequeñas batallas de la vida ordinaria.

Nunca me han gustado...

"En la vida nuestra –enseñaba san Josemaría- si contamos con brío y con victorias, deberemos contar con decaimientos y con derrotas. Ésa ha sido siempre la peregrinación terrena del cristiano, también la de los que veneramos en los altares (...).

”Nunca me han gustado esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha."

Estas frases previenen contra cierto "angelismo hagiográfico": la santidad radica en el amor a Dios, no en la ausencia de defectos y de errores. Ni siquiera los santos más graves actuaron con esa seriedad y esa "excelsitud" casi inhumana con la que nos los pintan algunos hagiógrafos: san Carlos Borromeo tuvo tiempo, en medio de sus tareas de gobierno, para jugar al ajedrez; a san Luis de Francia le gustaba jugar a la pelota y san Felipe Neri participaba ya anciano, en los juegos de los muchachos del Oratorio. Y son famosas las bromas que le gastaba a otro santo, san Félix Cantalicio...

Dos bofetones

Estas realidades –el juego, la broma, el descanso, el deporte- forman parte de la vida cotidiana de los santos, incluso la de aquellos que los biógrafos nos han pintado con rasgos más austeros, como el Cura de Ars, al cual sus feligreses amaban y temían al mismo tiempo por su santidad y por su severidad.

¿Por qué se han dado visiones tan negativas de los caracteres de algunos santos? Quizá se deba a la ignorancia sobre la santidad, o a que, con frecuencia, resulte molesta. Angela Salawa fue una feliz empleada del hogar mientras vivió su primera patrona, la Sra. Fisher: una mujer recta y piadosa. Pero a su muerte las cosas cambiaron: el Sr. Fisher, un abogado descreído, comenzó a tener unas relaciones inconvenientes y la presencia de la Santa en aquella casa "molestaba". Tuvo que soportar numerosas humillaciones y acusaciones injustas hasta que fue despedida acusada de robo: decían que había robado, lo que, en realidad, eran pequeños regalos que le había hecho la dueña de la casa antes de morir. Se quedó en la calle,- después de muchos años de servicio fiel, totalmente abandonada.

Otra de las causas que pueden explicar algunas difamaciones es que los santos más difamados no han vivido bajo campanas de cristal: han tenido que afrontar circunstancias difíciles, que pusieron a prueba su temple humano y espiritual.

Santa Micaela se vio envuelta en situaciones muy duras para su genio vivo; un "geniazo" en sus propias palabras "que no se doma sin pena". Un día una de las jóvenes que tenía recogida quería marcharse del Colegio.

-¿A dónde va usted? -le preguntó la Santa.
-¿Yo? A una casa mala -le dijo la otra con descaro.
Santa Micaela le contestó dándole un bofetón que tuvo un efecto fulminante:
-Sólo mi madre me ha castigado así -dijo la chica, arrepentida-; yo la obedeceré a usted como a ella. Si no se hubiera muerto yo no me hubiera perdido."

"La levanté -escribe la Santa-, la abracé, la pedí perdón de rodillas, y me quedé corrida y avergonzada de este hecho, y no paré hasta confesarme y pedir perdón a Dios tan de corazón que jamás me ha vuelto a suceder, gracias a Dios. Y esta joven fue ejemplar, pero yo decidí no salvar sus almas a costa de la mía y ofender a mi Dios".

Así fue dominando -aunque nunca del todo- "aquel geniazo", cuyas consecuencias no hay que exagerar. Al final de su existencia, sus hijas espirituales se admiraban -como siglos antes sucedió con San Vicente de Paúl- "de la dulzura creciente de su carácter".

Ese carácter impulsivo fue la diana de las críticas de sus perseguidores. ¿Quiénes fueron? "Quienes la persiguen -escribe su biógrafo- no pueden airear los verdaderos móviles. Alardean del bien de las chicas recogidas, cuyos polvillos sacan a la luz del sol junto con el carácter indomable e insufrible de la Fundadora. No debe ocultarse cierto fundamento real procedente de innegables fragilidades y de algunas deficiencias que los enemigos, los antiguos amigos y las colegialas desagradecidas, centuplican con excesivo descaro en los ambientes apropiados.

”Una de éstas, recogida en la casa de caridad de la calle del Humilladero, el 17 de octubre de 1853, se marcha despechada cinco años después y escribe el 3 de marzo de 1858 a un sacerdote, Joaquín Serra, estas acusaciones injustísimas:

"'Me dice usted que aprendería, en ese dichoso colegio, educación moral y religiosa; también es verdad. Pero si dijera usted al revés, tal vez fuera más acertado. ¿Qué educación quiere usted que aprenda en una casa (en) que no la hay y que fundada por un capricho de una mujer loca, que cansada del mundo o el mundo cansada de ella, y que fuera del título que lleva se la pudiera comparar y rebajar hasta la más ínfima mujer por baja que fuese su condición'?".

Un tal Juan Sala le escribió desde Barcelona, un 18 de febrero (no consta el año), una de esas cartas llenas -en expresión del biógrafo- "de consejos, de calumnias y de disparates, productos de esas personas pseudomísticas y desequilibradas que emborronan siempre las obras más hermosas de Dios. La crueldad de estas líneas -para quien se ha consagrado a una labor tan difícil y tan mal entendida y correspondida- salta a la vista:

"Señora: Debo participar a usted que se está desacreditando en Cataluña, como lo ha hecho en Madrid y en el resto de España. Que tiene mucha gracia eso de admitir jóvenes, chuparles la salud a fuerza de insoportables trabajos, mortales disgustos, incalificables desdenes y áspera severidad, que únicamente guarda usted, para las que, por sarcasmo, llama usted hijas.

En eso de echar jóvenes de su casa se parece usted a aquellas gentes que usted conoce, únicamente que éstos las mandan al hospital y usted las arroja a la calle.

Antes de echarse a Fundadora debiera usted entregarse a reformadora de sí misma, puesto que es de urgente necesidad dominar ese carácter irascible, precipitado, altanero, que de todo tiene menos de religiosa, que todo lo será menos lo que usted quiere que sea.

Con pena ven los hombres, amantes de su Instituto, su acrecentamiento, porque va a ser más ruidosa su ruina. Crea usted que se está formando una Liga para evitar que vayan a morirse o a perderse bajo su indiscreta dirección las jóvenes llamadas al Estado Religioso. Si esto no basta, tema usted que en Barcelona habrá un escándalo, cuya responsabilidad arrojamos sobre su frente".

Gracias a esa feliz conjunción entre su correspondencia a la gracia y ese carácter que Dios le había dado, pudo llevar a cabo esta Santa la tarea que Dios le había encomendado y soportar las miles de penalidades que tuvo que sufrir.

Sin un genio como el suyo, incluso contando con la ayuda de la gracia, que edifica sobre la naturaleza, ¿se habría lanzado a la tarea de redimir mujeres públicas en plena calle en los anocheceres de Madrid? ¿Se habría atrevido, como lo hizo, a entrar en un prostíbulo para salvar a un alma? ¿Habría tenido el coraje humano necesario para soportar los constantes atentados, las murmuraciones, los insultos y las críticas?.

Fue el amor de Dios el que hizo fuerte a esta mujer; pero Dios le facilitó esa tarea dotándola del carácter más acorde para la ardua empresa que debía llevar a cabo.

La vida de esta mujer heroica no rezumó amargura, sino santidad; y la lectura de su Autobiografía nos desvela su carácter, muy fuerte, sí; pero profundamente sobrenatural y genuinamente femenino al mismo tiempo, chispeante a veces, divertido y vivaz.

La leyenda negra que se creó en torno a ella fue una caricatura ridiculizante: ya hemos visto la pluralidad de facetas de su vida. Y esto sucede con el resto de los santos. Incluso de un san Vicente de Paúl que fue, en expresión de Roche, "uno de los hombres que más penetraron en el aspecto negro y más sórdido de la vida", se pueden contar numerosas anécdotas cordiales y simpáticas.

No hay que olvidar que los santos, por el hecho de serlo, han sido hombres profundamente felices; y la felicidad va unida a la alegría, aunque esa alegría tenga sabor a Cruz.

Un bofetón

El bofetón de santa Micaela evoca otro sonoro bofetón, que salió esta vez de manos de un futuro Papa y Santo: san Pío X. Aunque sea algo puramente anecdótico y el sucedido en sí sea bastante irrelevante, nos confirma de nuevo que los santos no nacen, se hacen.

"Muchos que conservan de Pío X una estampa suavísima, humilde y afable -apunta su biógrafo- ignoran que por temperamento era irascible." Esa irascibilidad de Giuseppe Sarto -don Beppi- no saltó nunca con las calumnias ni con las ofensas; se encendió sólo una vez, en una situación que no deja de tener, a pesar de todo, cierto tono divertido. Su hermana Rosa no le dejaba vivir en una determinada ocasión a causa de un fuerte dolor de muelas.

-¿No serás capaz de callar? -le dijo don Beppi.
-No, Beppi, no soy capaz de callar. ¡Y quisiera que por una hora probaras tú lo que es bueno!
A los tres o cuatro días, don Beppi se levantó de la cama aquejado por un fortísimo dolor de muelas. Su hermana se levantó para preguntarle qué le sucedía.
-Estas muelas...
-¡Ahora sabrás lo que es bueno. Ojalá te dure una hora!

La mano de don Beppi salió disparada en un movimiento irrefrenable.

"A cincuenta años de distancia -escribía su biógrafo- la bofetada de don Beppi a su hermana ha dado mucho trabajo en la Causa de Beatificación. `Después de todo -explicará el abogado defensor- es el único movimiento de iracundia que no se justifica en la vida de Sarto. El único acto que responde a una ofensa personal. Concedido que sea una falta, esta excepción, a la cual no puede añadirse ni siquiera otra, es exponente de una santidad alcanzada con ímprobo tesón".

Santa Juana de Chantal conservó, en medio de sus contradicciones, en lo humano, su talante divertido. Al igual que santa Teresa, sabía controlar los nervios en los peores momentos y se mantenía serena cuando atentaban contra su vida; y los perdía -y volvía a recuperar, gracias a la lucha ascética- ante obstáculos mucho menores de la vida cotidiana...

Y al igual que la Santa de Ávila fue dominando poco a poco, con la ayuda de la gracia de Dios, los defectos de aquel carácter.

Un temperamento "pirenaico"

"Carácter inflexible, muy susceptible; modesta, piadosa, afectuosa, ordenada", así describía a santa Bernardeta Soubirous la Madre María Teresa Vauzous, maestra de novicias del convento de Saint-Gildard de las hermanas de la Caridad y de la Instrucción cristiana de Nevers.

El juicio que hizo la Madre Vauzous sobre la vidente de Lourdes era injusto y excesivo, porque, como puntualizaba otra religiosa, esa inflexibilidad es precisamente una de las maneras de ser del temperamento pirenaico; y esa susceptibilidad que algunos creían ver en ella no era más que el fruto de una gran sensibilidad.

De todas formas, había una base cierta en la apreciación: en ocasiones la Santa era brusca, impaciente, y se advertían en ella arranques de mal humor o de terquedad que se esforzaba por cortar. "Yo he sido terca toda mi vida -recordaba ella misma con humor-. Incluso en la gruta hice repetir dos veces a la Santísima Virgen que fuese a beber del agua turbia: pero ella me castigó haciendo pedir por tres veces su nombre".

Esa incomprensión sobre su carácter la acompañó durante toda su entrega religiosa. Algunas de sus superioras la consideraron algo arrogante. Y la Madre Vauzous, maestra de novicias, la trató muy duramente a lo largo de su práctica totalidad de vida religiosa. No llegó a entender nunca la sencillez de su alma.

Eso hizo que la Santa tuviera que soportar durante largos años correcciones y riñas injustas, un trato frío y distante, y una severidad para con ella que se autojustificaba por parte de sus superioras con el deseo de preservar la humildad de aquella alma privilegiada.

El día de su profesión religiosa, cuando el Obispo preguntó a qué labor apostólica se iba a dedicar, le contestaron, en presencia de la interesada:

-No es buena para nada; sería una carga para la casa adonde la enviásemos.

Bernardeta escuchó aquellas palabras en silencio, sin una protesta, y le dijo al Obispo que esa inutilidad ya la había predicho ella misma... Por esa razón, el biógrafo considera que se puede afirmar "sin asomo de ironía", que la Madre Vauzous "fue la persona que más trabajó para su glorificación. Un consultor de la Congregación de Ritos, a la salida de la ceremonia de Beatificación, declaró que nada demostró tanto la heroicidad de virtudes de Bernardeta como las dificultades que tuvo con su madre maestra".

Realmente, como apunta el biógrafo, "si la vidente de Massabielle hubiese sido atendida, mimada, adulada en el convento de Saint-Gildard, y hubiese podido saborear un cierto honor exclusivamente humano, ¿de qué modo se hubiese cumplido la promesa tan clara de la aparición: `Yo no te prometo hacerte feliz en este mundo sino en el otro?".

Los fundadores: “todo un carácter”

Un breve repaso al carácter de los Fundadores o sacerdotes santos de la historia de la Iglesia, como los Fundadores de órdenes y Congregaciones religiosas -san Ignacio, san Juan de la Cruz, san Alfonso María de Ligorio, san José de Calasanz, san Josemaría, etc.-; o la evocación de figuras de la Iglesia como santa Teresa de Lisieux o san Giovanni Calabria, nos muestra patentemente que estos hombres de Dios han conjugado admirablemente la fortaleza y la energía necesarias para llevar a cabo su misión, con las exigencias de la caridad y del afecto con las personas que trataron. Suelen ser ese tipo de personas de los que se dice: “es todo un carácter”.

Eso no significa que las manifestaciones de ese carácter fueran parecidas. La fundadora santa María de Mattías era naturalmente tímida, pero su celo apostólico le hacía crecerse; san Agustín Roscelli era de temperamento reservado; santa Teresa de Lisieux tenía un temperamento amable y artístico.

Pero todos construyeron su carácter sobre el amor de Dios, y eso les dio fortaleza para luchar contra sus propios defectos de carácter e identificarse con Cristo. Aunque también sucedía que se considerasen defectos lo que eran virtudes, como vemos tantas veces en la vida cotidiana. Santa Teresita, por ejemplo, sabía que su exigencia no era siempre bien entendida por sus novicias: "Sé bien que (...) me encuentran severa. Si leyeran estas líneas, dirían que no parece que me cueste lo más mínimo vigilarlas, hablarles en tono severo. (...) Estoy dispuesta a dar mi vida por ellas, pero mi afecto es tan puro que no deseo que lo conozcan. Jamás, con la gracia de Dios, he intentado atraerme sus corazones. He comprendido que mi misión era conducirlas a Dios".

Esta rectitud de intención, este equilibrio entre la fortaleza y el afecto, se encuentra habitualmente en la dirección de almas de todos los hombres de Dios. "Era suave y amabilísimo -cuenta un sacerdote, evocando a don Orione- y, a la vez, exigente con nosotros".

El Cardenal Bueno Monreal consideraba a san Josemaría "un hombre de una vitalidad extraordinaria: era un aragonés -también en el vigor de su carácter- extraordinario. Era todo un carácter, como decimos los hombres de mi tierra. Al mismo tiempo tenía un gran corazón que le daba una gran capacidad de cordialidad. Su amistad era abierta a todos. Había una plena armonía entre las virtudes humanas y su vida cristiana. La caridad era amor a Dios y a los hombres. Hablaba de Dios y de cosas muy altas del espíritu, llegando al corazón del interlocutor, que quedaba encendido, consolado o animado".

La santidad -recordaba san Josemaría- está en tener defectos y luchar contra ellos, pero nos moriremos con defectos. "Me sorprendía -relataba su hermano Santiago Escrivá- el afecto recio y sincero con el que trataba a los miembros del Opus Dei. Rezaba por ellos, se mortificaba, y sabía tener con cada uno mil delicadezas de Padre. Se esforzaba por hacer amable el camino de la santidad de los que venían al Opus Dei con detalles concretos de cariño, de simpatía y de servicio.

"Los miembros del Opus Dei le llamaban Padre y era Padre de verdad. Por eso, cuando debía corregir a alguno, sufría mucho. Pero, como los buenos padres, sabía corregirlo con lealtad y con sinceridad, con energía si era preciso. No podía permitirse sentimentalismos ni blandenguerías cuando tenía que cumplir un querer de Dios y tantas almas confiaban en el Opus Dei. Pero luego se volcaba con aquella persona con ternura paterna, para que después de aquella reprensión nadie quedara herido".

San Vicente de Paúl, que se tuvo que enfrentar con fortaleza a los errores del jansenismo, no dudó en obrar con energía para quitar los gérmenes de esos errores en el seno de la Congregación de la Misión: "Seguiré obrando con mano firme -decía-, para que nadie pretenda remontar libre su vuelo en tales opiniones, siendo mucha verdad que es grande mal para una comunidad el verse dividida en sus sentimientos".

Pío XII aludió en la homilía del día de su Canonización, el 7 de mayo de 1950, al "vivo genio" y a la caridad heroica de san Antonio María Claret: "fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien sabe el freno de la austeridad y de la penitencia".

Esta fuerza de carácter hace que las personalidades de los hombres de Dios resulten tan atractivas. En los Artículos para el Proceso apostólico se define al Padre Poveda como un hombre "de temperamento fuerte, enérgico, vivaz, hubo de saber librar consigo mismo la propia batalla, la de hacer de sí el verdadero discípulo de Jesús, manso y humilde de corazón".

De tarde en tarde, a estos hombres y mujeres de Dios se les quebraba la sonrisa con un nubarrón pasajero; pero ¿alguien podría extrañarse de que un santo como San José Moscati se abrumara por los numerosos pacientes que aguardaban sin cesar a la puerta de su consulta médica, y estallase con un gesto de malhumor -inmediatamente reprimido- cuando sus pacientes tardaban en exponerle sus males o se alargaban innecesariamente quitando tiempo al resto?.

Fuente: José Miguel Cejas